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Tribuna:LAS FINANZAS DEL VATICANO
Tribuna
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Marcinkus y la Santa Sede

1. En estos días, de nuevo es tema de actualidad lo que podríamos denominar caso Marcinkus. Esperamos que la Prensa y los libros aporten datos más completos que nos permitan un conocimiento circunstanciado de sus graves implicaciones morales para la Santa Sede. Deseo bosquejar el fondo de la cuestión, que es el del poder en la iglesia, y en esta magna temática, la del dinero. Ahora bien, el planteamiento de este asunto no debe hacerse en términos psicológicos o en la perspectiva del acontecimiento como episodio incidental en la historia de una institución. Su tratamiento exige una comprensión estructural.2. La ambigüedad y bipolaridad doctrinales del catolicismo en la cuestión del dinero no es sino la proyección de la ambigüedad constitutiva del mensaje cristiano en cuanto ideología y en cuanto simbólica del poder, como tuve ocasión de analizar en detalle en mi obra sobre la génesis y desarrollo del mito cristiano. La fórmula tópica que mejor expresa la naturaleza híbrida del cristianismo eclesial es bien conocida, aunque quizá poco meditada: la Iglesia de Cristo está en el mundo, con el mundo, pero no es de este mundo. Ésta charnela de la ambigüedad, matriz de toda su versatilidad operativa, además de representar el gran hallazgo metodológico de la dogmática católica, a saber: la unidad de los contrarios, la coincidentia oppositorum, aunque se trate de una dialéctica primaria y pobre en mediaciones.

3. El Antiguo Testamento (Éxodo, 22.25; Levítico, 25.35-38; Deutoronomio, 23.19-21) condenaba sin paliativos la usura, es decir, todo exceso en la devolución de lo prestado. La usura era pecado. Pues bien, la historia de la Iglesia es un desafío práctico a esta condena. Al tiempo que prohíben el préstamo con interés y lo asimilan a la usura, la Iglesia quebranta con el mayor desenfado el tabú heredado.

¡Libraos del dinero!

Como recordaba Doménico del Río, desde el papa Calixto hasta los Rothschild, el pontificado romano actuó en eficaz simbiosis con los prestamistas, especialmente con los prestamistas hebreos. Entre tanto, las normas canónicas de la Iglesia seguían rechazando el préstamo con interés en cuanto pecado. Un gran canonista del siglo XI, Pedro Damián, clamaba, como vocero autorizado de la Iglesia: "¡Antes que nada, libraos del dinero, porque Cristo y el dinero no pueden ir juntos en ningún sitio!" y elevaba su voz contra la simonía, el pecado de instalar la corrupción del dinero en el corazón de la sucesión apostólica.

4. Sin embargo, el crecimiento de la economía urbana, que es esencialmente una economía dineraria, fue forzando a la Iglesia a reconsiderar una prohibición que ella misma nunca había respetado y que chocaba ahora con una sociedad que se cimentaba sobre el dinero y el lucro financiero. Sería muy largo sólo bosquejar la historia de esta evolución. Indiquemos solamente que en el transcurso de muchos siglos, tanto la Iglesia como los príncipes cristianos procuraron desplazar gran parte de su sentimiento de culpa por usar y fomentar sistemáticamente el préstamo con interés mediante el notable artilugio de impulsar a que fueran los judíos quienes se dedicaran casi en exclusiva al negocio financiero por excelencia. Ya Bernardo de Claraval y su tiempo tendían a identificar el préstamo a interés con la actividad especulativa propia de los hebreos. Se suponía que los prestamistas cristianos eran judíos conversos. La doblez de este desplazamiento de culpabildad representa un curioso ejemplo de cómo la Iglesia ha practicado siempre la técnica de crear víctimas propiciatorias para sus propios pecados.

5. Lo esencial de esta breve peroración consiste en captar la ambigüedad teórico-práctica de la Iglesia ante el problema del uso del dinero, ya que la ambigüedad es precisamente la condición de posibilidad de todo el tejido doctrinal y dogniático del catolicismo y su ética polisérnica. Esta ambigüedad procede de la naturaleza híbrida del mensaje neotestamentario en cuanto integrado por la contradicción fundamental entre un escatologismo inminente -heredado del mesianismo tardío del período intertestamental- y una Iglesia inserta de modo permanente en un mundo duradero e inmediatamente configurada como poder en el concierto político de los poderes. Un cristianismo así articulado podía condenar el uso del dinero para hacer por sí solo más dinero, evocando la tradición de las sociedades pastoriles del Antiguo Testamento y asumiendo la creencia en un inmediato final de los tiempos con la llegada del Reino; y también podía y tenía que practicar el uso del dinero para su propio enriquecimiento, obedeciendo a las férreas exigencias de la realidad de un mundo secular y pagano en el que habría de insertarse para ejercer su dominación temporal, su poder.

Esta imbricación de la Iglesia en el concierto de los poderes temporales y su paulatina consolidación como poder igual -primeramente- y su superior -después- al poder civil, no data, como se suele erróneamente decir, de la llamada perversión constantiniana, sino que está incoada en la historia del primer siglo de nuestra era y alcanza su mayor estatura en el siglo IV. Aquí, en este punto de articulación de la escatología con la durabilidad, radica la matriz de la antinomia que encierra la fórmula "en este mundo, pero no de este mundo", así como todas las contradicciones constitutivas de las doctrinas cristianas tal como las forjó la Iglesia antigua. La patente hipocresía con que la Iglesia romana trató, en la teoría y en la práctica, la cuestión del dinero es, digámoslo así, estructural. Corresponde a lo que B. Dunham denominaba, refiriéndose a la Iglesia, la lógica de la organización. O, referida al dinero, la lógica del beneficio.

Cuando una institución se considera en posesión de una verdad total, exclusiva y excluyente, y al mismo tiempo se configura como gran poder temporal a partir de esa presunta verdad, es imposible, porque va contra la naturaleza de las cosas, que no derive irresistiblemente hacia el dogmatismo de considerar corno legítimo todo medio que crea que puede conducir a la realización de los fines postulados por tal verdad. Así sucede con el dinero y las demás formas y prácticas de poder de la Iglesia de Roma.

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