Esquema de una destitución
El ex embajador ante el Vaticano Gonzalo Puente Ojea, relevado por el Gobierno en el mes de agosto, relata en este artículo cómo a través de las entrevistas que mantuvo con altos representantes del Vaticano deduce claramente que la Santa Sede se sirvió de los mismos mecanismos de presión para forzar su dimisión que los que ya había utilizado para tratar de impedir su nombramiento. Puente Ojea se reafirma en que un Gobierno socialista nunca debía haber cedido a esas presiones.
1. La serena reflexión sobre la trascendencia pública de este asunto y la exigencia política que me imponen mis convicciones democráticas y socialistas me mueven a ofrecer el esquema de una sucesión de actos del Estado que se inicia con mi designación como embajador en octubre de 1985 y concluye con mi destitución en agosto de 1987.Lo que podría denominarse un gran desenfado político se manifestó de consuno. De una parte la celeridad con que el Gobierno insertó en el BOE el decreto de mi cese; de otra parte el meteórico beneplácito a mi sucesor. Fue justificada la euforia vaticana, manifestada estruendosamente contra los usos de mesura y disimulo de la máquina curial, ante la versallesca obsecuencia del Gobierno.
Retirada la confianza que me había dispensado el Gobierno, que jamás me ha comunicado el cómo y el porqué, me fue apareciendo más evidente un doble hecho: el Vaticano utilizó para obtener mi destitución los mismos métodos y se fijó los mismos límites que para impedir mi nombramiento. Sabemos todos muy bien que los símbolos no son sino el precipitado visible de las relaciones de poder. En cuanto a los métodos, toda suerte de intoxicaciones, presiones y gestiones subterráneas o clandestinas a través de su profuso y nutrido escalonamiento jerárquico y de sus numerosos lobbies, desde los más ultras y ruidosos hasta los más sutiles y avezados.
Una firme decisión
Lo que sucedió fue que todas las presiones que se acumularon para mi nombramiento no encontraron un punto de apoyo en que prendiese la tradicional beatería hispánica en materia de costumbres, beatería de la que participan gentes situadas incluso en las esferas del Gobierno y en la cúpula institucional del Estado, aunque su conducta individual vulnere sin escrúpulo ese recetario moral. Entonces las presiones subterráneas encaminadas a que el propio Gobierno retirase la petición del plácet sin que la Santa Sede tuviera que negarlo fracasaron ante la firmeza del Estado y su resolución de afirmar su independencia mediante un acto inequívoco en su simbolismo: mi nombramiento como embajador ante el Papa.
Por el contrario, lo novedoso y lamentable de mi destitución consistió en que la firmeza e independencia del Gobierno en el punto inicial de mi acreditación diplomática se trocó en debilidad y temor, actitudes que encubren todavía un inconfesable complejo de inferioridad. La coyuntura se presentó con ese factor de la hipocresía beata que impregna toda la vida de los españoles: la cuestión sexual.
La Iglesia romana me había admitido y mi situación profesional era plenamente satisfactoria. Pero tampoco la Santa Sede podía olvidar que en el juego diplomático entre ambos poderes el Estado había logrado situar en el palacio de España a un diplomático leal e inmune a los halagos clericales. El alto simbolismo de esta ventajosa situación para nuestro Gobierno se sentía en ciertos medios vaticanos como un retroceso en el despliegue del poder de la Iglesia española. Para la Santa Sede, España sigue siendo su finca particular y un embajador agnóstico resulta una incómoda novedad. Cuando se hizo pública la noticia de que yo había iniciado un proceso de separación judicial de mi mujer, los círculos más reaccionarios de la Iglesia juzgaron que había llegado la hora del desquite.
3. Negar plácets no es la práctica habitual de la Santa Sede, como tampoco declarar a los agentes personae non gratae, como hacen los demás Estados soberanos. Esa anomalía del derecho internacional que se denomina Santa Sede se permite camuflar sus resoluciones bajo el manto del secreto y transitar por las vías tortuosas de la intimidación moral o religiosa de los gobernantes, o de la amenaza solapada. Todo esto, que es bien conocido, pude yo comprobarlo de modo estremecedor durante mis últimos días de estancia en Roma al realizar las visitas habituales de despedida. Estas permitieron corroborar informaciones derivadas de una serie de convergencias y confluencias testimoniales que tuvieron así expresa confirmación en el curso de mis conversaciones con el cardenal secretario de Estado, con el sustituto de la Secretaría de Estado y con el secretario del Consejo para Asuntos Públicos de la Iglesia. Estas tres conversaciones, que duraron en total dos horas largas, me demostraron que mi destitución fue la culminación de una serie de presiones de la curia vaticana y de ciertos sectores de la Iglesia española, ejercidas en varios niveles y momentos y coronadas por las instrucciones formales encomendadas al nuncio Tagliaferri por el propio Pontífice, sin que puedan excluirse a priori otros cauces de presión. Mi única duda antes de esas visitas era la de si había habido instrucciones al nuncio o si éste había actuado por exceso de celo, dado el temperamento montaraz de este clérigo de apariencia recoleta y modesta.
Mis visitas de despedida a las tres figuras que acabo de citar, en los días 24 y 25 de septiembre, me permitieron, contra lo que yo esperaba, abordar a fondo el tema de mi destitución visto desde la Santa Sede. Enseñanza inapreciable. Inicié mis conversaciones de despedida con dos tesis personales, a saber: que la Iglesia había cometido un error histórico al pedir mi destitución y que había perdido una ocasión de oro para hacer realidad ante creyentes e increyentes el contenido de los discursos y homilías del Papa en favor de los derechos humanos, el respeto al fuero interno de la conciencia y a la libertad de sus opciones.
Deseo relatar sólo tres momentos reveladores de mis conversaciones de despedida. Comencemos con el sustituto de la Secretaría de Estado. El diálogo fue revelador: mientras que en el vuelo a Chile, con ocasión de la visita pontificia, el sustituto había respondido a una pregunta que le formuló el corresponsal de este diario sobre mí diciéndole que respetaba la dignidad del hombre y el fuero de la conciencia individual, por lo cual si el embajador quería continuar en su puesto, por ellos allí seguiría, sin obstáculos; el decorado había cambiado ahora radicalmente.
Otras ignorancias
Al preguntarle yo por qué la Santa Sede invocaba el hecho de mi separación para pedir mi cese, cuando en Roma se sabía que aproximadamente una docena de embajadores acreditados ante el Papa tenían situaciones matrimoniales irregulares según las normas canónicas, el sustituto me replicó que a la curia sólo habían llegado informaciones sobre mi caso y que ignoraba los demás. Cuando yo le ofrecí citarle algunos de estos casos me contestó que no le interesaban. El sustituto, que suele hablar mucho y con frecuencia en parábolas coloquiales, casi siempre con un considerable porcentaje de ambigüedad y confusión, añadió que si en España existía un pluralismo religioso con mayoría católica el Gobierno pudo haber enviado a un embajador creyente.
Pregunté al sustituto sobre la clase de instrucciones que se habían cursado al nuncio y de quién procedían; me confirmó la existencia de instrucciones y desvió el resto de mi pregunta para decir que el cumplimiento de unas instrucciones depende mucho de la personalidad e idiosincrasia de cada nuncio. Al igual que en mi conversación con el secretario de Estado, que contaré después, se me hizo evidente una presunción obtenida por otras vías: el Papa en persona había lanzado al nuncio contra mí, en una operación en la que, verosímilmente, la Secretaría de Estado actuó con prudencia y a cierta distancia. La voluntad del Pontífice quiso asegurar el éxito de la arriesgada aventura orientando los mensajes canalizados por su nuncio a las máximas instancias del Estado, sin descuidar por ello la utilización de otros niveles de mando que pudieran coadyuvar o hacerse sensibles al deseo del vicario de Cristo. Un embajador, aceptado como agnóstico y por ello liberado de toda sujeción a normas canónicas, hubo de ser corregido en los actos de su vida íntima porque un Papa imperial y arrogante encontró connivencias o complicidades de algunas de las magistraturas más altas de nuestro Estado pluralista y laico. Le dije al sustituto que el hecho es aún más aberrante si se considera que la moral sexual del clero italiano, incluida la curia romana, arroja hasta un 70% de sacerdotes con relaciones heterosexuales de carácter o eventual o estable. Si el embajador de España fuese un hombre de vida licenciosa, pero celoso practicante y católico a machamartillo, todo quedaría condonado y sigilosamente arreglado, como ha sucedido en otros casos. Usted sabe, le puntualicé al sustituto, que si fueran expulsados de la curia vaticana todos los que conculcan los tabúes sexuales, su personal se quedaría diezmado. El sustituto guardó silencio elocuente.
La curiosidad del cardenal
4. El segundo momento culminante se produjo durante una conversación con el cardenal secretario de Estado. La inicié con palabras similares a las que expresé al sustituto: grave error y manifiesta intolerancia en contraste con los vacíos y retóricos mensajes distribuidos urbi et orbi por el Pontífice. Escuchó el cardenal con atención y gravedad, y sólo minutos después, iluminándose sus ojos pero sin que se alterasen sus cautelosos modales, me vino a preguntar con viva curiosidad y excusándose por la audacia de su pregunta, cómo se podía explicar la facilidad y premura con que mi Gobierno había accedido a la petición vaticana de mi relevo diplomático. Me costó superar mi sorpresa ante tamaña interrogación en un hombre habituado a medir sus palabras, y le repliqué escuetamente que, en mi convicción personal lo que yo estimaba una capitulación del Gobierno se debía a las presiones del nuncio cerca de las altas instancias del Estado, unidas a la orquestación incesante de los sectores más reaccionarios del episcopado y el catolicismo español. La acogida del Gobierno se debía mucho más al miedo que a una supuesta prudencia política.
Teología y derecho
5. El tercer momento impagable de este selectivo tríptico se inserta en mi visita al secretario del Consejo para los Asuntos Públicos de la Iglesia. Se empeñó este monseñor en justificar mediante una singular y pueril teoría el atropello cometido conmigo por la sede apostólica, según la cual el ente soberano llamado Santa Sede se ha configurado como un sujeto revestido de especiales facultades o privilegios en el seno de la comunidad de Estados en virtud de su peculiar identidad cultural. Esta identidad propia fundaba su facultad de rechazar a aquellos agentes diplomáticos, antes o durante el ejercicio de sus funciones, que no se atuvieran a las normas del derecho canónico y de la doctrina moral de la Iglesia, especialmente en materia de costumbres. Le repliqué que esa sedicente teoría era gratuita, arbitraria y hasta ofensiva para los demás Estados. Cada sujeto de la comunidad de Estados soberanos posee su propia identidad cultural, pero a ninguno se le ha ocurrido jamás reclamar excepciones a las normas internacionales y diplomáticas invocando al efecto su peculiar identidad o identificación cultural para ejercer una especie de veto sobre la vida privada de los representantes diplomáticos extranjeros acreditados ante él.
6. Para concluir, me referiré brevemente al Gobierno, en primer lugar para expresar mi opinión de que un movimiento político de doctrinas y tradiciones laicas no puede ser aniquilado alegremente por decisiones oportunistas y arbitrarias, con olvido de su importancia simbólica y su trascendencia efectiva.
Durante la dictadura franquista, la simbiosis Estado-Iglesia se resolvía en favor del Estado. Éste financiaba con largueza los gastos de una Iglesia codiciosa, pero a cambio se permitía parasitar sin límite a su favor el único cimiento ideológico efectivo de aquel régimen revestido sobre todo de la fuerza bruta: el nacionalcatolicismo. El Estado era el polo dominante del binomio. Ahora, por el contrario, se está dibujando una relación invertida: el Estado incrementa el ya enorme coste de la factura eclesiástica, mientras la Iglesia invade sucesivamente nuevas parcelas de poder ante un Estado inexperto en la modulación de ese poder y acomplejado y temeroso en la exigible defensa de su soberanía, pilotado por un Gobierno sin convicciones firmes y coherentes y en plena indigencia ideológica. En el sórdido asunto de mi destitución, el Gobierno capituló gratuitamente, pues me consta que con una sola palabra de resolución todas las presiones curiales se hubieran desinflado como un globo pinchado. A la postre, el menoscabo lo ha sufrido la dignidad del Estado, lo que representa una página bien triste en la historia del primer Gobierno socialista de nuestro país.
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