La huella hispana, desde luego
UNA AVERIA en el avión de la Fuerza Aérea Española utilizado por los Reyes para su viaje por el suroeste norteamericano impidió a don Juan Carlos regresar en la fecha y hora previstas. Ese retraso constituye digno colofón de la torpeza que ha presidido la organización de este viaje. Se trataba, según una de las varias explicaciones aportadas por los responsables, de reanudar lazos, desde una España moderna y dinámica, con las huellas de la civilización hispánica en el sur de Estados Unidos. El efecto más bien ha sido dejar constancia de la profundidad de las huellas del pasado que siguen lastrando a la España de nuestros días, al menos en lo que a la burocracia estatal y a la Administración pública concierne: el lastre de la incompetencia, la falta de profesionalidad, la adoración por la improvisación -tan racial- y la ignorancia sobre el suelo que se pisa.Un viaje real por los Estados de Tejas, Nuevo México y California, en donde la huella de la civilización hispánica es más presente -en el idioma, la cultura y hasta la toponimia-, fue proyectado para los primeros meses de 1981. Los acontecimientos de aquellas fechas, que culminaron con el golpe del 23-F, aconsejaron aplazarlo. Con posterioridad, el Rey ha realizado cuatro visitas a EE UU, pero sólo en la realizada en mayo pasado a Puerto Rico hubo ocasión de poner el acento en la herencia cultural compartida. El viaje que ahora finaliza, tras 10 días de estancia, constituía, por tanto, la plasmación de un viejo proyecto. El momento elegido guardaba relación con la impresión de que las actuales relaciones entre ambos países estaban en exceso lastradas por la cuestión de las bases. O sea, que resulta inexplicable que se haya procedido con tanta imprevisión.
Los encargados de concretar los detalles del programa no se desplazaron a Estados Unidos hasta finales del pasado mes de agosto, apenas un mes antes de que los Reyes tomaran el avión -un aparato, por lo visto, tan poco fiable como algunos burócratas del séquito oficial-. Los enviados especiales de la Prensa española han transmitido la vergüenza ajena experimentada ante el confusionismo de objetivos y errores de planificación puestos de manifiesto durante la visita. La falta de profesionalidad ha corrido en paralelo a la ingenuidad de quienes creyeron que el mero enunciado del nombre del Rey bastaría para suscitar la atención del público estadounidense. Pero no es menor el provincianismo de esos estrategas de las relaciones públicas, que calcularon que, tratándose de hispanos, la acogida sería similar a la que ha sido habitual en los viajes reales a América Latina. Y encima se ha mantenido a los Reyes alejados de los hispanos de carne y hueso, prefiriendo a unos cuantos notables locales. El resultado ha sido una sucesión de actos protocolarios; anunciada presencia de estrellas del séptimo arte que luego sí brillan, pero por su ausencia; discursos retóricos y reiterativos que en nada correspondían con el sentido del viaje y la personalidad humana del Rey; escaso eco en los grandes medios de comunicación. Sólo faltaba que se estropeara el avión real, y ni siquiera ese sofoco fue ahorrado.
Nada de esto es una anécdota. Se ha perdido una excelente oportunidad y se ha abusado de la figura del Rey. Se han culminado los errores de otros viajes y se ha puesto de relieve que el esfuerzo personal de don Juan Carlos en sus visitas de Estado es malgastado con frecuencia por el Gobierno y, desde luego, por los burócratas de turno.
La mala organización de estos viajes, en cuya planificación se entremezclan servicios de Presidencia, Asuntos Exteriores y la Zarzuela, merece algo más que golpes de pecho, y es de esperar alguna interpelación en el Parlamento. Don Juan Carlos había pasado ya, hace años, por el mal trago de recitar en Brasil un discurso preparado por Exteriores en el que se incluían ocho párrafos ya, utilizados en un artículo publicado antes, con la firma de Felipe González, en Le Monde Diplomatique. El autor del desaguisado no vio truncada, por ello, su carrera de ascensos y de influencias en el Gabinete socialista. Hoy merece la pena preguntarse qué premio darán a los culpables de este nuevo y colosal ridículo. La reacción del Gobierno ante el caso nos dará, de paso, la exacta medida de cuánto hay de palabrería y cuánto de decisión política en la parafernalia oficial respecto a la Corona.
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