La pirueta de la transición democrática
Me gustaría conocer al juguetón demiurgo que, a lo largo de estos años, ha movido los hilos de la llamada transición democrática en nuestro país. Muy burlón y hábil hace falta ser para dirigir la singular pirueta que todo un decisivo sector de nuestra sociedad ha ejecutado y en virtud de la cual, desautorizándose a sí mismos, sus ejecutantes, negando sus posiciones iniciales, se han instalado con aires de majestuosa dignidad en el poder. La incoherencia autonegadora y la arrogancia son rasgos característicos -naturalmente que acompañados por otros de diferente y más positivo signo- con que esta etapa quedará señalada. No me refiero sólo al terreno político, aunque en él tales fenómenos resulten harto llamativos, sino a algo mucho más global. Es de todos bien sabido -y en esta línea podríamos recordar los pertinentes y sutiles análisis de Foucault- que la trama del poder penetra y cubre, recatada o descaradamente, los aspectos más varios de la vida social, desbordando el lugar de lo político en el más restringido sentido. Ha sido así todo un gesto, toda una peripecia, que ha recorrido la reestructuración de poderío aparejada en la transición.Es el PNN que en aquellos tiempos del conocido como movimiento universitario se autodesignaba cual trabajador de la enseñanza, y pedía el contrato laboral, crítico del autoritarismo de los catedráticos, del burocratismo institucional, a cuyas ansias revolucionarias quedaba pequeña la Universidad burguesa, y que hoy, alcanzada o no la cátedra, quizá el cargo universitario, entusiasta lector del BOE, centra su actividad en los enredos, intrigas y luchas de poder dentro de la palestra universitaria. El periodista clamante por la libertad de Prensa frente a la censura franquista, paladín de la libre expresión social, cuya columna vertebral se ha tornado un grácil junco, capaz de adivinar las ráfagas de poder, las nuevas censuras y conveniencias, para plegarse a ellas. El editor en vanguardia de la renovación cultural, de la creatividad independiente y crítica, cuya brújula actual es el beneficio seguro dentro de una industria cultural fuertemente dirigida. Y, naturalmente, el joven político revolucionario de los sesenta, siempre dispuesto a rebasar por la izquierda al pelotón antifranquista, hoy fervoroso acólito del atlantismo, de la sociedad de mercado, del desarrollo de la empresa capitalista como fórmula mágica. Inevitablemente, los atuendos, los gestos, los esparcimientos, el tono de voz han tenido que transformarse, como cortejo menor, en esta amplia metamorfosis colectiva.
Con los esbozados retratos y otros que por su cuenta añada el lector se podría componer una hermosa galería en la línea de nuestra mejor tradición esperpéntica, que quizá sirva de recreo a futuras miradas, cuando la transición que trató de desmitificarlo todo, menos a sí misma y a sus tópicos, sea, a su vez, desmitificada. Pero, independientemente del divertimiento, me parece necesario analizar el sentido, las raíces y consecuencias de tan poco parangonable peripecia colectiva.
Lo ocurrido puede ser descrito bastante diáfanamente en términos políticos, aunque entendidos éstos ampliamente. Se trata del paradójico fenómeno según el cual la derecha ha impuesto su hegemonía ideológica y sus estructuras de poder, ejecutando tal operación, curiosamente, a través de los servicios de gentes provenientes de la izquierda, y que en la política de partidos pretende seguir manteniendo tal adscripción izquierdista. De aquí la perplejidad e incomodidad visceral de la derecha, sus patéticos gestos en búsqueda de una identidad y un protagonismo perdidos, que tan expresivos fueron en el referéndum sobre la OTAN o lo son en sus intentos de renovación. Es como si un actor, en el momento de salir a escena, se encontrase con que su papel está siendo representado por su mayor rival. Y de aquí también la confusión y desorganización de la izquierda. Su situación comparable a la de Cristo condenado por sus burócratas en la parábola del gran inquisidor de Dostoievski.
La justificación de la acrobática pirueta, dentro de su rica variedad gestual y pantomímica propia de los diversos campos de interpretación, consiste en presentarla como un proceso de maduración realista. Aquí aflora todo el actual discurso ideológico, en que retornan gran parte de los tópicos mantenidos ya por los tecnócratas de los años sesenta: la urgencia prioritaria del crecimiento frente a la distribución, la modernización, el mimetismo obsesivo del nivel europeo, el desprecio del tercermundismo, la descalificación de la utopía. La verdad, a mi modo de ver, es que el forzado, pero grácil,volatín ha resultado fundamentalmente de la dinámica de dos fuerzas conjugadas: por una parte, la solidez del poder geopolítico y económico -últimamente parece que también del eclesiástico- en nuestro mundo occidental, que no representaban ningún tigre de papel; por otra, las ansias de poder, combinadas con la endeblez ética e ideológica, de todo un sector de nuestra sociedad de clara significación generacional y social.
Durante estos años mucho se ha repetido que no estábamos ya en los tiempos de la toma del Palacio de Invierno. Habría que añadir, a la vista de los acontecimientos, que tampoco la misión de la izquierda consistía en relevar a la guardia del mismo. Y dando en lo que es peor aún: que los convertidos en simples guardianes se crean gobernantes, señores del palacio a cuya custodia sirven. No hay cosa más lamentable que un sargento con ínfulas de general, o un generalito a quien se le antoja ser Napoleón. De tales figuras y las pandillas por ellas organizadas está nuestra España llena.
Vista desde fuera, nuestra transición ha sido políticamente tan dócil, tan sumisa, tan acomodaticia, que los grandes poderes conservadores y sus voceros -como muy recientemente Vargas Llosa- la elevan a los altares de la ejemplaridad, acariciándola como un manso cordero. Es ello sintomático de lo poco que innovadoramente ha aportado en los diversos campos vitales. No se trata de que no haya cambiado nada de que la lucha y sacrificio de numerosos españoles se revele estéril. Sin duda vivimos -salvo en el caso de Euskadi- con mayor tranquilidad y nos éxpresamos en las distintas lenguas del Estado con bastante libertad, aunque con altavoces de muy desigual potencia. Muchos salieron de las cárceles al principio de la transición y, de cuando en cuando, podemos votar. Pero ciertamente no se ha producido la esperada explosión cultural, sino un mero reparto de premios y prebendas. No se ha potenciado la ciencia, ni las clases populares han alcanzado un decisivo protagonismo. Ni siquiera tenemos una TV mejor. Esto sí: se ha instalado en el poder, este poder vicariante o delegado que se les ha concedido, una nueva clase dirigente.
Yo creo que quizá podría salvarla una cierta dosis de ironía, de autoironía. Tal sería el caso si nuestros prebostes en las administraciones nacional y local, en los medios de comunicación, en la industria cultural adoptaran el aire histriónico, pero definitivamente ingenuo, de Vittorio de Sica interpretando al comandante de carabiniéri. Si se comportasen como el buen Sancho al frente de la ínsula Barataria. Que no otra cosa sino ínsulas Baratarias, ficciones de reinos verdaderos, entregan los duques al escudero que, en pos de la recompensa, abandona la andanza quijotesca.
Mas no es así. Las ínsulas y sus más pequeñas parcelas son administradas con gestos imperiales. Gestos dictados por la obsesión de parecer un personaje y el terror a dejar de serlo en la oleada de darwinismo social que nos invade. Muy triste situación es esta en nuestra marcha democrática. Porque una democracia no se mide por sus personajes, ni por su galería de personalidades, sino por su capacidad de producir personas independientes y libres, que no necesitan adornar con galones el orgullo de su condición humana. ¿Tendremos que empezar a buscarlas sobre la piel de toro, como Diógenes en Atenas buscaba al hombre, con un candil?
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