Federalismo español, unas reflexiones críticas
En estos días de apertura de curso político, y todavía con sosiego universitario, varios colegas, en distintos medios de comunicación de Madrid y Barcelona, replantean la cuestión secular del federalismo y de su viabilidad actual. Se vuelve así a uno de los grandes temas que han dominado la escena política española durante siglo y medio: la confrontación centralismo / anticentralismo, junto con otros notables problemas conflictivos (monarquía / república, sociedad civil sociedad militar, clericalismo anticlericalismo).Ante todo, parece obvio que el término federalismo no es unívoco. En efecto, la palabra federalismo proyecta una unanimidad y una discrepancia: hay así coincidencia en que es una técnica de organización sociopolítica, pero también discrepancias extensas sobre su contenido. Ni histórica ni doctrinalmente es válido afirmar que el federalismo sea simplemente una técnica organizativa a la que se puede aislar de sus contenidos ideológicos. En esto discrepo cordialmente del profesor Solé Tura: no se trata de replantearse el problema de forma metafísica (esencias), sino ideológicas (contenidos y situaciones / respuestas históricas). Ni nuestro federalismo ni el federalismo europeo (con los precursores americanos en su praxis) tienen la misma concepción global de la sociedad ni proyectan la articulación técnica de igual forma. Es decir, habrá un federalismo liberal, tradicionalista, socialista, comunista y, sobre todo, anarquista. En la medida en que el Estado liberal se afianza, las distintas corrientes federalistas se multiplican y se extienden: sea como perfeccionamiento (liberalismo, socialismo, anarquismo), sea como intento de renovación tardía o nostálgica (tradicionalismo).
En todo este proceso, algunas puntualizaciones pueden resultar útiles para entender, en el caso español, nuestras formalizaciones constitucionales democráticas (1873, 1931 y 1978). En primer lugar, la conexión firme entre federalismo, radical o moderado, y democracia. En otras palabras, habrá una clara incompatibilidad entre autoritarismo y federalismo o simplemente descentralización: así, los regímenes de Primo de Rivera y Franco. En segundo lugar, en base a la soberanía popular, se identifica federalismo y república, excluyendo la monarquía. Por ello, el radicalismo democrático será anticentralista y antimonárquico, confluyendo matizadamente liberales y socialistas en este esquema. Pi y Margall, Fernando Garrido y, en menor medida, Salmerón, Chao, Revilla, con todo el krausismo social, se integrarán en esta actitud federalista o regionalista contractual, pactista y organicista. Digo con matices porque, con excepción del anarquismo, fiel siempre al federalismo, en las demás corrientes doctrinales se conjugan posiciones tanto federalistas como centralistas: Maurras será monárquico federativo; Rosa Luxemburgo, centralista; en España se podría citar como casos extremos a Anselmo Carretero y a Ramos Oliveira. En tercer lugar, el federalismo español, a raíz del desastre de 1873, va a devaluarse y las fuerzas políticas progresistas reducen sus pretensiones maximalistas. El profesor Gumersindo Trujillo, con razón, ha hablado de "inlizados en la pretransición (autodeterminación).
Yo veo algunos riesgos en esta iniciativa federalista, que, por muchas matizaciones que se hagan, sinceras o ladinas, exige una revisión constitución. No hay que asustarse de las reformas constitucionales: la reforma es un procedimiento legal y una facultad política reglada. El poder constituyente del pasado no, puede limitar este derecho, porque la soberanía reside en el pueblo. Lo que sí se suele tener en cuenta es que las reformas deben ser cautelosas y no precipitadas. En todo caso, distanciándose de coyunturas políticas, las reformas no deben ser resultados de pretextos. Así, estos riesgos los reduciría a tres. En primer lugar, que, al menos históricamente, articular un federalismo bajo la forma monárquica es contemporáneamente atípico. Federalismo y republicanismo han sido, en España, términos coincidentes. Entre en esta vía, aun rechazando los ejemplos históricos, tiene estos peligros: las palabras adquieren una dinámica que más tarde no resulta fácil frenar. Es cierto que se podría reelaborar la monarquía tradicional de los siglos XVI y XVII, actualizar la teoría del rey descentralizador, acudir a fórmulas imperiales centroeuropeas ya desaparecidas, etcétera. Pero las distancias históricas son grandes, los cambios estructurales son bastante evidentes y, obviamente, nuestros supuestos generales democráticos son bien diferentes. En segundo lugar, que al deslizarse por la inevitable equivocidad de este término (federalismo) se puede, por la misma razón, cuestionar la unidad nacional y el propio Estado. Los constituyentes de 1873 pensaban honradamente que con el federalismo se reafirmaba la unidad nacional (y empleaban literalmente esta expresión), pero los resultados fueron muy negativos. Los constituyentes de 1931, con la oposición de una minoría republicano-federalista, abrieron el camino y Justificación a la gran España, inventando un Estado integral, pero oponiéndose al entrañable pacto pimargalliano: no fue sólo una transacción, sino un convencimiento ideológico y político. Con algunas excepciones, los constituyentes de 1978 consideraron positivo, siguiendo esta última dirección, marginar un concepto que podía ocasionar más conflictos innecesarios. En tercer lugar, que una federalización del Estado en estos momentos, iniciada sólo desde Cataluña, tradicional y justificadamente atenta a la cuestión nacional, por un partido desde que es oposición autonómica y Gobierno nacional, es posible, digo sólo posible, que produzca reacciones cuyos efectos habría que sopesar. No sólo me refiero a las comunidades históricas (Galicia y, sobre todo, País Vasco, en donde la actitud del PSOE es distinta), sino también a las demás comunidades. Sopesar no significa rechazar un problema, simplemente analizar consecuencias y coherencias.
En un mundo transnacionalizado, con dominaciones hegemónicas, ni puede trivializarse el Estado ni puede Europa hacer desistimientos: no terminemos, como españoles y como europeos, en ciudadanos correducidos de un Estado sinárquico o "hacer asociado" puertorriqueño.
Conjugar un Estado autonómico firme y coherente con un Estado federal europeo progresista es ya el gran reto en nuestra actualidad. Pero un reto que no sea mixtificación ladina ni divertimento escapista.
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