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¿Resucitar demonios?

Para muchos de los que luchamos en las pasadas décadas por conquistar la libertad, el histórico antagonismo entre la fe y la increencia religiosas llegó a despojarse de toda belicosidad, es decir, dejó de existir como ejercicio de mutua intolerancia.Fuimos tantos los creyentes y no creyentes que experimentamos el gozo de compartir un sólido núcleo de valores éticos y políticos, fueron tantos los empeños comunes en favor de la democracia que, aun sin trivializar su relevancia, aprendimos a asumir de forma relajada, respetuosa y dialogante nuestras diferencias ante el hecho religioso.

En aquel intenso proceso hacia la libertad -siempre necesitado de profundización- nos fuimos conociendo mejor en nuestras mutuas identidades y razonamientos. La matización, la ponderación y sobre todo el deseo de conocer mejor la sensibilidad del otro vencieron las heredadas crispaciones y los excluyentes anatemas.

Celebramos muchos por entonces el triunfo de la tolerancia sobre todo dogmatismo sectario; en una palabra, vimos llegar el fin de las guerras de religión que asolaran a las dos Españas y el comienzo de una convivencia pluralista -no reñida con discrepancias, debates o búsquedas comunes- en el marco idóneo de un Estado desconfesionalizado.

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Pero hete aquí que Fernando Savater -filósofo comprometido, en quien el autor de estas líneas, escritas desde Euskadi, aprecia y admira valiosas cotas de madurez intelectual y de coherencia ética- se lanza de nuevo por el camino de un laicismo beligerante, arremetiendo contra la Iglesia católica, de la que soy miembro de a pie, en los más ofensivos e inadecuados términos que recuerdo haber leído en mucho tiempo.

Su artículo Embajador en el infierno (EL PAÍS, 8 de septiembre de 1987), escrito con motivo del polémico cese de Gonzalo Puente Ojea como embajador de España ante el Vaticano, no puede menos que herir la sensibilidad de cualquier creyente y ser considerado como un lamentable e intolerable rebrote de las funestas guerras (en este caso verbales) de religión.

No seré yo quien me atreva a escudriñar irrespetuosamente en la conciencia de Savater para tratar de comprender lo que parece inexplicable: la coexistencia en ella de amplios espacios de lúcida y consecuente racionalidad con esa extraña parcela de visceralidad sin matices de que rezuma una parte del citado texto. La intimidad de la conciencia personal y de la trayectoria en que se forjó -al igual que la vida privada- son territorio vedado a malsanas injerencias. Adhiero, pues, a los postulados de Savater en esta materia.

Si se verifica con elementos determinantes (y no sólo como "uno de los motivos barajados en la destitución del embajador") que el cese de Puente Ojea se ha debido, de parte de la Iglesia, a presiones de la Secretaría de Estado, de la Nunciatura o de un sector del episcopado español, relacionadas fundamentalmente con su situación de divorciado, hago también mía la desaprobación categórica de tal intervención.

La Iglesia católica, antes de ser "gestora de dogmas" es al menos para los creyentes, la depositaria, aunque no en exclusiva, del mensaje de quien no sólo afirmó: "No juzguéis, y no seréis juzgados", sino también -escandalizando a tantos y provocando hasta la expurgación temporal del texto-: "Las prostitutas os precederán en el Reino de los Cielos".

Más allá de los usos y exigencias diplomáticos -que tienen su propia lógica y que casi todo el mundo asume la Iglesia debe tratar de ser fiel al espíritu antifarisaico que clama en las palabras de Jesús: "El que esté libre de pecado..." (quede para otra ocasión el intento de calibrar, desde una conciencia contemporánea, el significado de esta palabra).

Pero los embates de Savater contra la Iglesia católica no parecen interesados en adecuarse a ningún hecho fehaciente, ni al solo ámbito que emana del cese de su admirado amigo. La extrapolación totalizante del incidente parece querer atribuir a éste la simple calidad de preciada excusa (la ocasión la pintan calva) para vapulear sin el menor rigor ni asomo de respeto al conjunto de la Iglesia católica (e implícitamente al mismo hecho religioso) ¡desde el origen de su existencia hasta el final de los tiempos!

Para Savater, la Iglesia católica representa, por esencia y de forma casi atemporal, la cumbre insuperable de la intolerancia. ¿Será por ello que los Gobiernos y rebeldes centroamericanos, exhaustos de tanto guerrear, reclaman la presencia de obispos en la presidencia de las comisiones de reconciliación nacional? ¿Se deberá a tan inquisitorial prepotencia el liderazgo moral de la Iglesia filipina en la revolución pacífica que descabalgó a la dictadura de los Marcos? ¿Cónoce Savater el prestigioso aporte ético de la Iglesia de Corea del Sur en la lucha popular por la democracia y la exitosa mediación del Vaticano entre Chile y Argentina para solucionar el litigio fronterizo del canal de Beagle?

¿Se ha interesado el profesor por analizar el descomunal pluralismo que se expresa hoy dentro de la Iglesia, incluso con tonos muy críticos hacia la jerarquía, sin que ello desencadene las exclusiones que tanto se practican hoy en otros muchos medios? (No hablemos ya de los campos de exterminio, sanatorios psiquiátricos o centros de reeducación donde los distintos totalitarismos del siglo XX han recluido a sus disidentes, y que Savater repudia sin excepción.)

A todas luces, los datos sobre la Iglesia no parecen interesar a Savater. Clama él para que los otros se dejen de teologías (¡ahora resulta que cualquier actitud lo es!) mientras desvela no sólo la precariedad de sus conocimientos en dicha materia, sino su propia parcela de dogmatismo incuestionable. Al término de su iconoclasta retahíla contra la intolerancia eclesial afirma sin ambages: "Todo esto es ya cosa demasiado sabida y no merece la pena volver sobre ello".

¿Y si yo me atreviera amistosamente a pedir a Savater que incluyera en su tonificante "vamos a discutirlo todo" su, al parecer, sagrada y dogmática intolerancia frente a la Iglesia? ¿No será posible intentar una aproximación más racional y ponderada al análisis de una institución, ampliamente tentada (como todos) por el dinero y el poder, pero que alberga en su universalidad y diversidad la fe de cientos de millones de mujeres y hombres en un Dios que no se oferta en supermercados ni rebajas, sino que anida misteriosamente en lo más profundo del corazón humano?

Entrever con perplejidad y asombro que el laicismo beligerante -caricatura mimética y decimonónica de la prepotencia y el dogmatismo religiosos pueda aún ser asumido como incuestionable seña de identidad progresista de una parte de nuestra intelligentsia no es una buena noticia para quienes dábamos por enterrados ciertos demonios familiares. ¿Es necesario, de verdad, resucitarlos?

José Antonio Osaba, ex dirigente sindical vasco, es escritor, abogado y economista.

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