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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La debilidad de Reagan

LA CONCLUSIÓN de las sesiones públicas del Congreso norteamericano sobre el Irangate arroja un veredicto de hecho sobre la conducta del presidente Reagan en todo el asunto de la venta de armas a Irán y el desvío de fondos a la contra antisandinista. El consenso sobre el fallo parece ser el de que el ocupante de la Casa Blanca no es culpable de haber engañado deliberadamente al país, pero sí de haber dirigido una Administración plagada de espontáneos, guerrilleros en grado vario de fanatización, en la que se practicaba de manera total la apreciación de Felipe II de que la mano izquierda no supiera lo que hacía la derecha, ni ningún otro miembro de su anatomía.Las sesiones del Congreso, que comenzaron con grandes expectativas sobre la profundidad de las revelaciones en torno al protagonismo de Reagan en todo el conflicto, que tuvieron su punto culminante en la declaración del teniente coronel Oliver North, han concluido en un visible marasmo de datos, confusiones, rectificaciones y caos del que sólo queda claro lo oscuro del funcionamiento de las oficinas presidenciales.

A diferencia de lo sucedido con la investigación del escándalo de Watergate en 1974, en la que había una presa universal a la que perseguir, el presidente Nixon, la pesquisa del Congreso se ha orientado ahora hacia algo mucho más intangible, el funcionamiento de un monstruo burocrático, él engranaje de un, estilo de Gobierno que producía la ilegalidad por su misma esencia. Posiblemente los desafueros del Irangate tengan un carácter más grave que los de Watergate precisamente porque aluden al funcionamiento normal de la maquinaria del Estado y no a una trapisonda electoral como la que acabó con Nixon. Pero ha faltado en todo momento en la investigación presente la voluntad de buscar el cuerpo a cuerpo presidencial.

El que la encuesta no haya aclarado demasiado el problema de las responsabilidades, salvo en la medida en que Poindexter reconoció haber obrado por cuenta propia, y que North haya logrado reavivar el apoyo popular a la contra con su alegato sobre la presunta ocupación del hemisferio a partir de Nicaragua por parte del marxismo soviético, no significa que la Administración haya cerrado ese capítulo con ganancias. Por el contrario, hay un consenso general de que la presidencia de Reagan difícilmente se repondrá de los estragos causados por las revelaciones sobre su desganado estilo de gobierno.

El presidente podía no saber lo que se estaba haciendo a sus espaldas con el desvío ilegal de fondos a la contra, pero precisamente lo grave ha sido que no lo supiera. Ni todo el optimismo contagioso que el presidente sea capaz de desplegar en los meses venideros podrá borrar esa realidad de la mente de aquellos que dan crédito a sus declaraciones. Para, la mayoría, en cambio, que, según las encuestas, no cree en lo que alega en su defensa, la cuestión se reduce a admitir que Reagan pura y simplemente miente.

Finalmente, a partir del hito constituido por las sesiones del Irangate, puede considerarse iniciada la carrera a la sucesión presidencial. Con un Reagan visiblemente debilitado, tanto los aspirantes republicanos, George Bush y Robert Dole principalmente, como los siete oscuros demócratas que luchan por la candidatura, han de tratar de llenar ese vacío. Una o más alternativas sucesorias urgen más que nunca porque la presidencia de Reagan no será ya la misma de aquí a su final, anunciado en enero de 1989.

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