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Tribuna
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Detrás de la máscara

Hay infinidad de aclaraciones, creíbles unas y otras no, a los enigmas policiacos que rodearon a la muerte de aquella notable y desconocida mujer llamada Norma Jeane Mortensen. Todas ellas, alquiladas en tiendas de tinta amarilla para el periodismo sucio, son ya asuntos trillados, rituales repetitivos de una misa negra, sobada y archisabida. La mayor parte de los que intervinieron en la trama mortal que atrapó en el verano de 1962 a la máscara Marilyn se han reunido ya con ella o son supervivientes hastiados de contestar entre bostezos, con las mismas palabras oblicuas, a las mismas oblicuas conjeturas de siempre.¿Se suicidó Marilyn o le hicieron suicidarse? ¿Murió en su casa o en otro lugar no registrado en la cartografía del suceso, desde donde fue trasladada furtivamente a su soñado dormitorio? ¿Era éste el santuario donde pedía refugio una mujer sentimental o el apeadero de los machos de una hembra insaciable? ¿Estaba o no su último amante, Robert Kennedy, la noche de su muerte en Los Angeles? ¿Adecentó la CIA las huellas de la pezuña presidencial en los restos de una de sus pocilgas de lujo?

La operación de aborto a que se sometió poco antes ¿fue o no cierta? Caso de serlo ¿fue voluntaria o forzada por el servicio de limpieza del buen nombre de la familia Kennedy? ¿Es real o apócrifo su enigmático telegrama a Kennedy donde decía "estar comprometida en la lucha por el derecho a centellear de las pocas estrellas terrestres que quedan"? ¿Es verídico que contó a su amigo Slatzer los secretos de Estado que le había susurrado en una almohada una voz dientona con acento bostoniano? ¿Metió su hocico por la puerta de servicio de la cloaca sensacionalista la mafia antikennedista de Jimmy Hoffa? Hay decenas de libros que siguen escarbando en la basura de estas y otras interrogantes. Están por ahí. Se venden.

Una balada triste

Pero hay una pregunta que poco o nadie se hacen, que sospechosamente se da por cancelada, y que, sin embargo, es la única per turbadora y también la única que nos pone en contacto con el misterio de la verdadera muerte de aquella infortunada mujer.Esta pregunta nació en forma de poema, en un concierto celebrado en un teatrillo de Nueva York, una noche de primeros de septiembre de aquel mismo año cinco semanas después del suceso. La hizo un legendario cantor errante llamado Pete Seeger, que improvisó, con la mirada pegada sobre la tarima polvorienta del escenario y con la mejilla izquierda apoyada en la curva de su vieja guitarra, una balada triste cuyo estribillo se quejaba una y otra vez: ¿Quien asesinó a Norma Jeane? La pregunta agotaba su respuesta en la forma de hacerla. Mientras agachaba su mirada azul, Seeger señalaba a todos sus oyentes con el dedo índice enarbolado en acusación: Todos lo hicimos un poco.

El -como lo definió Norma Jean- burdel abarrotado que era Hollywood, conoció con pelos y señales aquel mismo amanecer, a través de los hilos del veloz tam tam de las oficinas hollywoodenses de distribución de barro hablado, que Marilyn por fin se había ido del todo. Todos cuantos han escrito y hablado con seriedad de aquello, comenzando por Norman Mailer, coinciden en esta inquietante observación: hubo un respiro de alivio en los vericuetos del burdel abarrotado. Y ese sólo gesto esconde cuanto queda e importa de aquel lóbrego asunto de la crónica negra californiana.

Quienquera que fuese el que acabara con la vida de Marilyn -y las indagaciones serias siguen sosteniendo fue ella misma- la identidad del ejecutor es un secreto hueco. En cambio, un denso misterio aparece cuándo se afila la mirada y se busca algo que hay detrás de la muerte de la máscara. Y se indaga no quien sino qué mató a su portadora, a Norma Jeane Mortensen, una mujer inteligente y por lo tanto asustada, que desde su infancia era acosada por la locura, y que, sin embargo, era dueña de una violenta belleza y de una extraña capacidad para combinar alegría con melancolía y transmitirlas por contagio, como se trasmiten el amor y el mal.

Detrás de esa máscara es donde descansan las únicas preguntas universales del caso, las que siguen y seguirán sin respuesta: ¿Qué le hizo decir a Norma Jeane que "era obligada a vivir como exputa, sin haber sido puta"? ¿Qué originó el miedo colectivo que se escapó del respiro de alivio que sucedió en Hollywood a su muerte? ¿Qué tipo de luz irradiaba una persona que, considerada de cortos alcances, dijo: "Cómo no voy a entender a los negros, si yo vivo en un sistema esclavista"? ¿Qué instinto de transgresión poseía aquella aparentemente inofensiva mujer, cuya simple presencia amedrentaba, hasta hacerles huir como gatos de un tufo a perro de presa, a sus poderosos dueños?

El dramaturgo Arthur Miller, su último marido, que no fue generoso con ella, pero que tuvo más que ningún otro acceso a su fondo, dio involuntariamente -pues ella todavía vivía- una clave del misterio de su muerte cuando dijo: "Hay algo sorprendente en Norma Jeane: su absoluta, irremediable, a veces intolerable, incapacidad para mentir".

He ahí, coronada reina de la mayor fábrica de mentiras de que hay noticia (el brutal sistema de compra y venta de carne humana del star-system con el que ella acabó) a un huracán femenino embarcado en una apasionada busca de la verdad. Norma Jeane era por fuerza dinamita viviente en aquel medio, un kamikaze de la parte humana del hombre incrustado en su foco más inhumano. Detrás del objeto erótico más rentable del mundo se ocultaba lo que hace a un ser humano ser el objeto menos rentable de ese mundo: la sed de conocimiento, el instinto de la verdad.

Visto desde este ángulo, el gastado e inexpresivo suceso policial que fue la oscura muerte de Marilyn, se convierte en un luminoso e imperecedero acontecimiento trágico, pues en él Norma Jeane, una mujer sedienta de certeza, de libertad y de amor, fue sentenciada a perecer quemada en una de las últimas hogueras de la historia de la opresión, la intolerancia y la servidumbre.

El rostro de la verdad

Hay una fotografía poco conocida de Marilyn Monroe en la que esta, sin la máscara puesta, muestra en toda su asombrosa hermosura el rostro oculto de Norma Jeane. Esa rara y deslumbrante instantánea de la mujer, robada a la estrella, está ahí, a la izquierda, en el centro de esta página y encoje con su elocuencia a las columnas de palabras que lo rodean.La imagen, como Hollywood de mentira, está abarrotada de verdad. Causa estupor descubrir -como descubrió su autor, el fotógrafo Roy Schatt, que estaba casualmente con la cámara abierta frente a ella una mañana del invierno de 1955- que la mujer no rentable llamada Norma Jeane era más bella que su productiva máscara conocida por Marilyn.

De esto a entender su incomprensible prisa por envejecer (una extraña paradoja que Norma Jeane confesó en un bar de Nueva York a su amigo Weatherby, seis meses antes de su muerte) hay un pequeño paso, que es visible en el gesto de niña pesimista y vulnerada que brota de la imagen.

De esto a entender que Norma Jeane comenzó a morir antes de nacer (una madeja de casualidades impidió a su madre abortarla); y a entender que toda su vida es la crónica de su asesinato (una madeja de azares impidió a su abuela materna, la demente Della Monroe, ahogarla en su cuna), hay un sólo paso visible en la tristeza que emana de la belleza de la imagen.

De esto a entender que la vida sexual de la campeona del sexo era una sorda lucha contra el miedo a ser violada (una madeja de azares impidió que uno de sus muchos falsos padres penetrara en ella cuando era una niña); y a entender que los, seductores trémolos de su voz eran graves dificultades de locución (una madeja de azares le hizo ver la muerte a tiros de su perro Tippy, suceso del que recuperó el habla tartamuda de por vida), hay un paso, visible en esa imagen, donde la belleza se hace el otro lado de la duda.

De esto a entender que construyó su identidad bajo la locura de su madre; que se educó en un internado bajo métodos bestiales de opresión; que hizo su carrera desnuda bajo de las tripas de los negociantes del cine, hay un paso visible en esa imagen: el sello inconfundible de las víctimas.

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