De vidas debidas
De cada 100 españoles, sólo 27 se ganan la vida: al resto se la regalan. Esta relación de dependencia empeora, pues hace una docena de años, cuando se inició la crisis económica, eran 35 de cada 100 las personas que se hallaban ocupadas: como término de comparación cabe señalar que el promedio europeo está en 40 de cada 100 personas. ¿Quiénes son aquellos que deben su vida a los demás, ya que no pueden ganársela?: niños, estudiantes, desempleados, pensionistas, amas de casa. Vidas debidas, en suma: 73 de cada 100 en España, frente a 60 de cada 100 en Europa. Este hecho supone el más grave problema que se nos plantea: todo lo demás (déficit público, desequilibrio exterior, escasez de capital, etcétera) resulta condensado en lo que puede llamarse la carga de la deuda humana. No pretendo reflexionar aquí sobre las dimensiones económicas del problema (sin duda las más violentas y decisivas), sino, tangencialmente, acerca del subsuelo humano en que arraiga y se despliega.La razón del regalo
Aquellos que se ganan la vida no sólo se mantienen a sí mismos, sino que deben mantener a los demás. Directamente, a los miembros de su familia. E indirectamente, vía transferencia fiscal, al conjunto de beneficiarios de programas de asistencia pública. ¿Por qué debemos mantenernos unos a otros? ¿Qué hay detrás de tanta subvención generalizada? ¿Cuál es el dispositivo estratégico que desencadena este flujo sistemático de donaciones más o menos voluntarias? Boulding lo ha explicado bien: si mantenemos a los demás, regalándoles sus vidas, es por amor o temor. Mantenemos a nuestros deudos porque (les) queremos: el querer es querer dar. Y pagamos los impuestos (que mantienen los programas de asistencia pública) porque el poder nos coacciona y obliga: el poder es poder quitar.
Boulding puede así distinguir entre la economía del intercambio recíproco (aquella donde nos ganamos la vida mediante interesadas transacciones bilaterales realizadas bajo contrapartida) y la economía de la donación gratuita (donde las transferencias son realizadas unilateralmente sin contrapartida: por deber exigible o por altruismo desinteresado). Esta última economía del amor y del temor explicaría la magnitud del número de vidas debidas.
Pero las cosas no son tan sencillas. Como ya discutieron Mauss Y Malinowski, tras la apariencia de altruismo desinteresado con que se manifiesta la donación como regalo se oculta, latente, la interesada reciprocidad: siempre se regala a cambio de algo, bien para devolver previos regalos, bien para hacer quedar en deuda al regalado, coaccionándole así para que a su vez devuelva el regalo. No habría donación altruista, sino reciprocidad diferida o intercambio aplazado: acto ejecutado no tanto por amor o temor cuanto por la esperanza de salir ganando algo a cambio.
En la sociedad preindustrial se subvencionaba la infancia de los hijos piara que luego éstos, ya de mayores, pudieran devolver el favor, subvencionando la vejez de sus padres. Hoy ya no puede hacerse así, debiendo ser el Estado el que mantenga a los ancianos. Pero, sin embargo, se sigue manteniendo gratis a los hijos menores, como si no se esperase nada a cambio. ¿Es ya la crianza de: niños el último reducto del altruismo benefactor desinteresado? Cabe dudarlo, si lo consideramos en términos de reciprocidad multilateral: si hay que mantener a los hijos es para poder pagarles a ellos la deuda contraída tiempo atrás con los propios padres, en justo pago del vínculo intergeneracional por el que se transmite en herencia no llanto el regalo de la vida como su deuda.
La matriz del poder
En suma, hay que mantener y subvencionar a los hijos para poder decirles: "Tú me debes tu vida y me la seguirás debiendo de por vida, sin que nunca puedas saldar conmigo tu deuda". Aquí se halla la clave última de la desinteresada donación altruista: se regala para poder ser acreedores, colocando al regalado en la posición deudora. Pues la donación es siempre una relación política, donde el donante sigue poseyendo el poder de dominar mientras el saldo deudor se mantenga. En efecto, como bien ha visto Gouldner, lo único que legitima al poder, sea éste de cualquier naturaleza, es su capacidad benefactora, su potencial donante, su magnitud acreedora. Tanto más obligados nos sentimos ante el poder cuanto más onerosa sea la carga de nuestra deuda.
¿Cuál es la genealogía moral de la subordinación? En el límite, sólo tiene dominio sobre nosotros aquel poder al que nos sometemos porque nos perdona la vida: porque le debemos la vida. En abstracto, la primera experiencia que aprende un niño es a depender de un adulto que le: puede matar o dejar morir en cuanto quiera. Y sí el niño sobrevive a su lado es porque el adulto (le) quiere: puesto que en vez de matarle, o dejar que muera, perdona su vida, colocándole para siempre en deuda. Este ritual endeudamiento iniciático -pecado original por el que nos culpamos aun siendo irresponsables- nos marcará de por vida como necesariamente: dominados. Y todos los demás rostros del poder se derivan de este fundamental: máscara de hierro del rostro perdonavidas.
Esta ley del padre, que es la misma ley del Estado monopolizador de la capacidad homicida, es la ley que jerarquiza y articula el orden de status en que toda sociedad se estratífica: y, así, las posiciones sociales resultan ordenadas en función de su poder, es decir, de su capacidad donante y acreedora. Tanto más elevado será tu poder cuanto más numerosos sean los deudores que de ti dependan y más cuantiosas sean sus deu-
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De vidas debidas
Viene de la página anteriordas: ésta es la ley de hierro de nuestra sociedad clientelista. Pues la donación es una relación social en la que se intercambia poder por dependencia. El donante, a cambio del don que entrega, obtiene el poder: el control sobre la relación. Y el donatario, a cambio del regalo que alcanza, debe entregar su libertad e independencia" otorgándose a sí mismo como rehén de su deuda y renunciando a todo control sobre la relación que le obliga.
¿Quién explota a quién? ¿Son explotadoras las nuevas clases ociosas, que deben sus vidas a aquellos pocos que pueden ganarse las suyas? ¿O son explotadores estos últimos, que detentan en definitiva el poder y el control de los recursos con los que mantienen subordina dos a los demás? En un sentido, se han cambiado las tornas. Antaño eran las clases dominadas las que debían ganarse la vida manteniendo a las clases dominantes, parasitarias y ociosas.
Ahora, en cambio, las clases ociosas y parasitarias son las clases dominadas, tanto las que dependen del Estado-providencia (funcionarios, trabajadores reconvertidos, desempleados, pensionistas) como las que lo hacen de algún padre-marido proveedor (niños y estudiantes, jóvenes en paro, amas de casa): sectores sociales todos ellos caracterizados por su dependencia económica, que les permite reivindicar mayores y mejores donaciones subvencionadas, en justa reciprocidad.
Hoy, subvencionar y financiar, mantener y donar, constituyen la forma superior de dominar: invirtiendo en vidas ajenas para hacerse acreedor de ellas. Ostentar el propio status, competir por el poder, rivalizar para trepar, luchar por triunfar, implican necesariamente derrochar, regalar, invitar, donar, patrocinar y subvencionar. El mecenazgo es la mejor barrera de status, aquella que separa a los ganadores-acreedores del resto de perdedores-deudores, obligados a mendigar salmodiando ritualmente sus jaculatorias reivindicativas: saben por el tango que quien no llora no mama.
También en nuestra cultura aquel a quien le debes la vida, porque te la salva o perdona (subvencionándola), se encuentra obligado a mantenértela: debe responsabilizarse de ella en la misma y justa medida en que como acreedor le pertenezca.
Una insalvable división social se abre así entre ganarse la vida, haciéndose acreedor responsable de vidas ajenas, y enajenarla, quedando de por vida deudor irresponsable de ella. El Estado debiera reducir esa división social: y salvarla. Cruel paradoja, pues es el Estado, precisamente, el órgano acreedor: el responsable de esta deuda humana que a todos nos grava.
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