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GIRAS DE VERANO / 1

La vuelta a España en 60 recitales

El último de la Fila, una tropa musical de 17 componentes

Marta Mirabent es menudita, dulce, silenciosa, con un toque de melancolía en su mirada de poco más de 20 años. Da la impresión de ser una mujer de terciopelo, pero trabajando es una dama de hierro, infatigable, minuciosa, omnipresente. Durante la gira de verano de El Último de la Fila, Marta duerme una media de cuatro horas diarias. Ella es la road-manager del grupo, la encargada y supervisora de todo: contratos, desplazamientos, hoteles, infraestructura de los recitales, ecónoma, relaciones públicas, abogada de los imprevistos, paño de lágrimas y buscadora de bocadillos.

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En los cuatro meses de gira ha de mover por las carreteras de todo el Estado a una tropa musical de 17 personas. Viajan en un microbús y un remolque, rodeados de los desmesurados bártulos que delatan a toda banda rockera. Marta es la diosa protectora de este microcosmos integrado por músicos, técnicos de luces y sonido, bailaoras, montadores y tramoyistas, todos los cuales harán posible que cada noche se inunden de magia, belleza y rock and roll los recintos por donde pasa El último de la Fila.Quimi Portet y Manolo García, líderes y compositores del grupo, llevan ya tiempo en esto de la música. Primero fueron Los Rápidos, pero no les dejaban correr; luego se presentaron como Los Burros, pero la lucidez no está bien vista en los jumentos. El despegue comenzó cuando decidieron convertirse en El Último de la Fila. Con ese nombre llegó al fin el reconocimiento y la confirmación de lo que un puñado de entendidos ya sabía: Manolo y Quimi -tanto monta- están entre los primeros de la fila del pop español. El público coincide con la crítica, cada vez se venden más sus discos, se reeditan antiguas grabaciones, sus canciones suenan a todas horas en las radios y en cada recital congregan a una turbamulta entusiasta de jóvenes y adolescentes que corean Aviones plateados, Querida Milagros, Lejos de las leyes de los hombres...

30.000 kilómetros

Durante el verano darán unos 60 recitales y se tragarán cerca de 30.000 kilómetros cargados con un descomunal equipo técnico de 60.000 vatios de luz, 12.000 de sonido y 5.000 de monitores. Andarán siempre de tránsito, durmiendo a salto de mata en sobrios hostales, con horarios espartanos, sin tiempo apenas para la vida privada, concentrados todos sus esfuerzos y pensamientos en las dos horas del recital, en la ceremonia mágica del rock de cada noche en la que ellos serán los pontífices, los brujos, los oficiantes. El escenario y la concelebración compensarán de las penalidades de los caminos.

Les acompañamos en dos galas, Vilanova i la Geltrú, el día 17, y Huesca, el 18. Llegaban de Santiago de Compostela, donde habían actuado el día anterior. Los prolegómenos del recital serán muy similares cada día. Hacia las cinco de la tarde llegan los músicos al recinto. Ya está montado el escenario y el equipo. Bajo un sol asfixiante ensayan y prueban sonido durante tres horas. A continuación, conferencia de prensa, una ducha rápida y una cena frugal, que la mayoría de los días se reduce a un bocadillo en los camerinos. Luego, precedidos de aparato pirotécnico, saltan al escenario y estalla el rock, un rock inoculado de flamenco con sabor a morería y a Mediterráneo. Manolo García prestidigita y encandila al respetable cual torero en tarde de gloria. A una señal suya, las masas braman y se transforman en torbellino de ritmo, de pasión, de sensualidad. Y la mocedad, en comunión con los artistas, entona canciones de amor tan apasionadas como un bolero: "Te amo como se ama por primera vez, cuando aún no hay costumbres, lejos de las leyes de los hombres...". La multitud está enardecida, y Marta Mirabent insta a los organizadores a que refuercen la vigilancia en las vallas de seguridad que rodean el escenario. Terminado el espectáculo, los montadores comienzan a recoger los bártulos, los cargan en el remolque y se van con la música a otra parte. El día siguiente, a las cinco en punto de la tarde, tiene que estar todo montado exactamente igual en otra ciudad. Son casi las cuatro de la madrugada. Los músicos duermen y Marta todavía trabaja en un rincón del hostal comprobando las cuentas y preparando la jornada siguiente. De Huesca se irán a Soria, a Salamanca, a Villanueva de la Serena, a Alzira, a Salobreña...

En el microbús, Manolo García lee los Episodios nacionales, de Galdós; algunos dormitan, otros miran la Prensa; Quimi Portet aprovecha cualquier parada para escribir en un cuaderno que lleva consigo a todas partes; Antonio Fidel, el bajo, tararea una vieja canción francesa; el técnico de luces, Keith Yetton, a quien todos llaman el inglés, olfatea restaurantes a la hora de la comida y siempre acierta con el adecuado. Alguien pone la radio y suena una vieja canción de El último de la Fila, Cuando la pobreza entra por la puerta, el amor salta por la ventana.

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