Leopardi, una poética de la soledad
Cinco años antes de morir, en mayo de 1832, Leopardi escribe a Ludwig von Sinner protestando por la interpretación en clave patológica de su poesía publicada por la revista alemana Hesperus. Algunos extractos de la carta son plenamente indicativos de la opinión que Leopardi tenía de sí mismo y, de modo particular, de la imagen de poeta que deseaba perpetuar: "Sean cuales sean mis desgracias, he tenido el suficiente coraje para no tratar de disminuir su peso ni por frívolas esperanzas de una supuesta felicidad futura y desconocida, ni por una infame resignación ( ... ). Ha sido como consecuencia de ese mismo coraje que, habiendo sido llevado por mis investigaciones a una filosofía desesperada, no he dudado en abrazarla enteramente, mientras que, por otro lado, no ha sido sino por la infamia de los hombres, necesitados de ser persuadidos del mérito de la existencia, que se ha querido considerar mis opiniones filosóficas como el resultado de mis particulares sufrimientos ( ... ). Antes de morir quiero protestar contra esta invención de la debilidad y la vulgaridad, y rogar a mis lectores que se sientan movidos a destruir mis observaciones y mis razonamientos antes que acusar a mis enfermedades".Es una magnífica declaración de altivez. Sin embargo, lo verdaderamente característico de la altivez leopardiana, que penetra toda su poesía madura, es que está formulada sobre el fondo de un vacío que se ensancha de manera irreversible hasta que, al fin, la relación entre el yo y la nada, ya sin mediaciones, es presentada como un combate desnudo, cuerpo a cuerpo, cuyo desenlace no puede conducir a la victoria, mas tampoco, gracias a un desprecio anticipado, a la derrota.
La construcción de la poesía leopardiana es la historia de una implacable destrucción. En ello se asienta su originalidad y su resistencia a toda clasificación. Sus reflexiones son admirablemente modernas, a pesar de su alineación con los antiguos; su poesía es clásica, a pesar de que su sensibilidad coincide en buena medida con los románticos. Leopardi es un gran maestro de la paradoja que persigue las arquitecturas poéticas más rigurosas para demoler el edificio espiritual europeo. Por eso hay en él una mezcla de pasión y de frialdad, de emoción sobrecogedora y de aristocrático menosprecio por las conductas y, especialmente, por los ideales humanos.
Leopardi se educa como poeta en la medida en que es capaz de ser enemigo de los ideales; es decir, de los ídolos consoladores con que se ha dotado la humanidad para amortiguar el terror de la existencia. De ahí que acuse con sarcasmo a los adoradores idolátricos, los hombres; pero, sobre todo, dirija sus armas más afiladas contra los constructores de ídolos. Los sacerdotes de todos los tiempos, al velar con engaños y espejismos el destino del hombre, son los auténticos adversarios de la verdad y, como consecuencia de ello, de cualquier posibilidad de belleza.
La formación del pensamiento leopardiano parece marcada por esta exigencia desidealizadora, como si el poeta, para establecer su lugar en el mundo moderno, necesitara despojar a éste de las coordenadas religiosas, filosóficas y morales que lo han conformado, y, como contrapartida, renunciar a toda propuesta alternativa. Y son precisamente esta exigencia y esta renuncia los cauces que señalan el camino distinto recorrido por Leopardi dentro del romanticismo europeo. Aun aceptando profundas afinidades, las referencias del poeta italiano son marcadamente diferentes a las de sus contemporáneos. Leopardi no se inclina en ningún momento por el idealismo, sino que, por el contrario, cuanto más aguda se hace su crítica contra el medio ideológico en que ha sido educado, tanto más trata de apoyarse en un sustrato materialista cuyas raíces sitúa en la antigüedad grecorromana.
A este respecto es indicativo comprobar cómo sus sucesivas posiciones filosóficas, expuestas desde la solitaria intuición del autodidacto, comportan un continuo deslizamiento hacia un materialismo trágico que descarta toda opción espiritualista.
Aunque su formación juvenil transcurre en el ambiente cerrado y conservador de Recanati, pequeña población del Estado pontificio y feudo de su padre, el conde Monaldo, Leopardi aprovecha las lecturas que le proporciona la biblioteca paterna para iniciar su singladura crítica. Investigando los clásicos antiguos y renacentistas, el poeta encuentra los recursos suficientes para distanciarse de la religión, y, por un tiempo, frente a ésta alberga la esperanza de hallar un refugio ordenador a través de la razón.
Sin embargo, ya en 1817, fecha en que comienza el Zibaldone depensieri -diario intelectual y existencia] que prolongará hasta 1832-, tal confianza se ha desvanecido. Desilusionado de las posibilidades de la religión, heredada del tradicionalismo familiar, y de la razón ilustrada, a la que ha ofrecido su juvenil entusiasmo, Leopardi recurre al beneficio de la naturaleza, exaltando el valor paradigmático del hombre natural y denunciando su corrupción por medio de una civilización progresivamente perversa.
A partir de 1824, cuando empieza a escribir sus Opúsculos morales, también el orden natural es desmitificado. La naturaleza, entendida antes como benéfica, tiende a ser considerada por Leopardi como el campo primigenio del desorden y la arbitrariedad. La infelicidad de los hombres no es simplemente una consecuencia de su historia y de sus errores, sino que se enraiza en la naturaleza misma. La infelicidad es la regla esencial con que se rige el cosmos.
Partiendo de este pesimismo radical es como Leopardi defiende la superioridad de los antiguos sobre los modernos. No es una superioridad de condición o de cultura, sino de talante moral y, por tanto, de valentía ante el sinsentido del mundo. Por eso, en la aludida carta a Sinner, Leopardi pone un especial énfasis en explicar su actitud ante el destino mediante lo expresado en su poema Bruto minore, monumento poético de la desesperación y del desprecio que resume la principal idea que recorre los Cantos: la conciencia titánica de saberse solo y atreverse a decirlo.
Babelia
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