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Olvidos de perdedores / y 2

Las calles españolas están llenas de nombres que no significan nada para la historia. En la última parte de este trabajo, el autor indica su disgusto por el olvido al que se somete a los verdaderos protagonistas.

El baremo de méritos para las nominaciones municipales de calles o plazas fue bosquejado por los vencedores en la guerra civil, y medio siglo después, y tras de haberse aclarado muchas supercherías, debería ser remodelado. Esto obliga a recordar los que, para figurar en una historia no amañada, ostentaron también los militares y políticos republicanos, denigrados primero y silenciados más tarde, cuyos nombres continúan en el ostracismo.Sin reclamar para el caso una ejemplaridad que, sin duda, pueden ofrecer otros con igual o superior destello, voy a citar el de un jefe, que elijo solamente por ser el profesional del que menos se ha hablado en libros y crónicas, acaso por no haber pertenecido a partidos políticos que le dieran bombos y platillos. Ex profesor de matemáticas en la Academia de Infantería de Toledo, y retirado, se ofreció al Gobierno al estallar la rebelión, siéndole otorgada la categoría de coronel con arreglo a lo que le hubiera correspondido de haber seguido en activo. Le nombraron primeramente instructor de milicias, y después, jefe del sector Sur-Usera del frente de Madrid donde, por haber requisado a un oficial prisionero el plan de operaciones que para la toma de la capital tenían los rebeldes, la columna Prada taponó la primera infiltración nacionalista. Pero con posterioridad a eso atravesó las más dolorosas tragedias de la guerra, que voy a extractar.

Enviado al Norte por el ministro Prieto, al caer Bilbao, para organizar la resistencia, contempló, antes de que pudiera tomar el mando, la rendición, en Laredo, del ejército vasco sin disparar un solo tiro, y la caída consecutiva de Santander, de cuyo puerto vio cómo huían en un submarino las autoridades militares y civiles que le habían precedido. Con sus ayudantes salió en una lancha de remos, de la que fue recogido por un pesquero en alta mar, cuando ya iba a la deriva por agotamiento de fuerzas. Transportado a Ribadesella, se hizo cargo de unas unidades desorganizadas y carentes de municiones, que se retiraban alternando actos de enorme heroísmo con otros de entregas vergonzantes, y logró establecer un escalonado repliegue hacia Gijón, donde pudo evacuar a varios miles de hombres, escapando en el último barco (Torpedero número 2) cuando ya sonaban en el puerto los gritos de los franquistas. Se dirigió a Burdeos, desde donde otros se exiliaron, y retornó a Barcelona para informar al Estado Mayor Central y al ministro. Entonces le nombraron jefe del Ejército de Andalucía, donde unificó dos cuerpos de ejército que actuaban irregularmente. Le destinaron después al Ejército de Extremadura, cuyo frente había roto el enemigo. Ya en los últimos días de la guerra, levantados Basteiro y Casado contra el Gobierno de Negrín para terminarla, el general Miaja, a ellos sumado, le nombró jefe del Ejército del Centro con dos misiones a cual más atormentante, que a rajatabla cumplió mientras los otros jefes se fugaban en avión: sofocar con violencia la rebeldía de unas unidades comunistas reacias a la rendición y pasar por el angustioso trance de hacer entrega del heroico Madrid del no pasarán en la Ciudad Universitaria. Lo hizo ante un coronel Losas que le sometió, con toda su oficialidad, a un trato vejatorio jamás conocido en capitulaciones militares. Le condenaron a pena de muerte, que fue conmutada nueve meses más tarde por la de cadena perpetua gracias a los desvelos de su cuñado el coronel G. Manso, de la aviación franquista. A los pocos años le concedieron la libertad provisional, para encarcelarle nuevamente por pertenecer a Alianza Democrática. En total, 15 años por las cárceles de Madrid, Ocaña y Burgos. Pocas veces podrá hablarse con más motivo de sufrimientos por la patria.

Laureadas

Los vencedores ya recibieron sus premios, desde cruces laureadas a estatuas. Pero entre los perdedores hubo muchísimos casos parecidos y aún más duros que el de Prada, hoy oscurecidos en la desmemoria, la mayoría de los cuales pusieron, por lo menos, tanta inteligencia, entrega, abnegación, lealtad, padecimientos y heroísmo como los que fueron glorificados. A aquel antitanquista asturiano, El Coritu, que en el Mazuco murió enfrentándose, solo y herido, con una columna de tanques; a otro que en el cerro de Garabitas salió tirando bombas a las fuerzas contrarias, cuyo cadáver se recogió atravesado por balazos... ya nadie les recuerda.

Desaparecida la bullanguería vindicativa de la posguerra, reinsertados en los escalafones algunos militares que todavía viven y resuelto el problema de las clases pasivas de los militares republicanos, sólo quedan pendientes las deudas de los honores contraídos, que no son inferiores en importancia a esos logros. Para que su tránsito por el poder resulte más dignificado, creo que, tanto el Gobierno como los ayuntamientos, tienen la obligación moral de rehabilitar a los que defendieron la República dando a más plazoletas o monumentos los nombres de los más destacados, sin olvidar que las condenas y los exilios son méritos que sumar en la estimación de esas honras.

Los jóvenes comprenderán así que cuanto oyeron relatar con entristecida emoción a sus viejos familiares o amigos no fueron cuentos de abuelitos, sino asuntos de honor que la nación exhibe con orgullo. Convendrá hacer pronto esa antología de valores y heroísmos que sugería al comienzo. ¿Qué historiador se lanza a ello para que los olvidos sean subsanables?

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