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Débil realidad

Se suele oír que el escritor actual huye o se evade de la realidad. No se dice como un reproche, pero sí con cierto grado de asombro, como si no fuera es lo lo que se hubiera hecho siempre al novelar y al escritos de hoy le pasara algo raro, una casi enfermedad que le impidiera llamar a las cosas por su nombre.

Deberíamos de hacernos con una buena definición de la novela. Y de la realidad. El problema es que a estas alturas no es fácil encontrar dos personas que se pongan fácilmente de acuerdo sobre estas dos amplias cuestiones. Y me parece que todavía se juega con conceptos definidos en el cercano siglo XIX.El que las novelas del siglo XIX sean el prototipo de novela demuestra, precisamente, que los criterios para juzgar las novelas responden a los criterios de una época que muy pocos de los que ahora poblamos el mundo hemos conocido. Aquellos novelistas afrontaban sus obras con el optimismo que les infundía un mundo que se creía en condiciones de mejorar continuamente y se proponían que ese mundo cupiese en una novela. Y cabía. Querían llevar a sus libros pedazos de la realidad, no meros reflejos, y así, algo después, los analistas políticos nos han recomendado que leamos las novelas del XIX mucho más que un tratado social o un estudio económico, si queremos conocer a fondo aquella época. Y no es que eso fuera fácil ni que la época en esas novelas descrita o atrapada fuera en sí menos compleja de lo que es la nuestra. Es que ellos, los novelistas, estaban convendidos de que esa operación, reflejar la realidad, se podía hacer. Creían en ello y lo lograban. Sus minuciosas descripciones, sus intensas historias de amor, su exploración psicológica de la reacción del hombre ante el crimen, el fracaso, el éxito, la destrucción o el amor, responden a su convicción de que todo puede explicarse. Y así, y con mucho talento, consiguieron páginas maestras.

El novelista de hoy puede envidiar aquel pasado optimismo que tan buena herencia nos ha dejado, pero no podrá recuperarlo. Puede que este mundo quepa tan mal o tan bien en las páginas de un libro como en el pasado, pero ese optimismo ha sido barrido. La realidad se nos escapa por todas partes, nos desborda. ¿Cómo no lo desbordó al escritor del XIX? ¿Acaso era, en sí misma, aquella realidad más manejable? Aunque habrá quienes piensen que sí, tengo la impresión de que la realidad, contemplada con los ojos de hoy, siempre parece desbordante. Y creo que, por lo contrario, pese a todas las dificultades y retos que cada novelista tuvo y se planteó, a ellos, los del XIX, la realidad no les parecía desbordante. Porque nada era tan desbordante en ese siglo de fe y de entusiasmo en el que el hombre todavía confiaba en sus propios valores.

Creo que el novelista de hoy acomete su obra desde la convicción de que muy poca parte de la realidad quedará reflejada en ella, y es su ambición lo que le induce a no abandonar su tarea, porque de lo que se trata no es de si el mundo cabe o no cabe en las páginas de un libro, sino de que esas páginas del libro creen un mundo.

Relaciones

Al final, lo que se refleja en las obras de ficción es esta concepción de la vida que se refleja en las relaciones que establecemos los hombres entre sí, no cargadas de tanta fe, certeza y entusiasmo como en el exultante y acotado mundo de nuestros maestros. Es el concepto que tenemos de esas relaciones lo que llevamos a los libros. Y las relaciones más importantes que establecemos en esta frágil realidad son lo suficientemente débiles como para hacer tambalearse a todos nuestros principios. Las historias apasionadas que todavia pueden contarse puede que tengan menos fuerza que esas otras historias fugaces de las que nos ha tocado ser tan conscientes, sencillamente porque son también, y más que nada, nuestro mundo.

Lo que hemos descubierto es que lo insigificante tiene a veces el mismo valor que lo pretendidamente fuerte, que las grandes categorías pueden convertirse en decorados de cartón y que lo débil y frágil que configura el día a día de nuestra existencia puede convertirse en algo nada frágil, débil e insignificante. La fuerza de los sentimientos no determina la fuerza final de la obra, e incluso esa primitiva escala de valores por la que se medía la fuerza de los sentimientos ha sido puesta en cuestión. La fragilidad de la realidad hace que desconfiemos de ella, pero hace también que concentremos nuestra fe en otra cosa, en otro enfoque. Si la misión del arte y de la literatura es conformar una estética que exprese de manera nueva el mundo de siempre, será en esta nueva percepción donde descansarán sus cimientos. Y también los cimientos son débiles. De este descubrimiento no podemos evadirnos. Es nuestra realidad.

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