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Crítica:CINE / 'ANGEL FACE'
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

La suavidad de la víbora

Hay cineastas que se las arreglan para dar la impresión de que sus películas parezcan más profundas de lo que realmente son. Es el caso de Visconti o de Minnelli cuando se ponía campanudo. Y otros que, por el contrario, hacen películas que parecen superficiales y no lo son en absoluto. Es el caso de Ford y de Preminger.Otto Preminger es dueño del arte, y de sus sombras de elegancia y de pudor, de hacer parecer que las más enrevesadas tormentas del espíritu son nada más que simples intrigas tensas y divertidas. Su poder para hacer sencillas las cosas más complicadas y transparentes las más opacas es insuperable. Puede contar -y éste es el caso de Angel face- como si fuera una simple novelilla de siesta a lo que realmente es una incursión en los terrenos más inexplorados y en las zonas más esquinadas de la condición humana.

Angel face

Dirección: Otto Preminger. Guión: Frank Nuggent y Oscar Millard. Fotografía: Harry Stradling. Música: Dmitri Tiomkin. Montaje: Frederick Knudtson. Producción norteamericana, 1952. Intérpretes: Jean Simmons, Robert Mitchum, Barbara OYell, Herbert Marshall, Mona Freeman, Leon Ames. Estreno en Madrid: cine Bellas Artes.

Angel face es en parte, como otras películas de Preminger, la vivisección de un o unos caracteres, y también en parte, como otras de sus obras, una partida de ajedrez mental jugada entre esos caracteres despellejados e incluso descuartizados por el bisturí de seda que este cineasta -uno de los más inteligentes que ha dado el cine- se llevó de su Viena natal al dorado exilio de Hollywood. Ninguna estridencia en ninguna jugada de esta violenta partida. Otto Preminger sabe transitar con calma los caminos de la crispación y, como buen geómetra del alma humana, extraer de ella, con guante blanco, negruras impenetrables.

La mujer como subversión

Preminger no especula jamás: cuenta escuetamente sucesos, actos. Pero en su manera, aparentementa apática, de contarlos nos pone en relación con algo no evidente que hay detrás de las evidencias de tales actos.Le conciernen en especial a Otto Preminger los comportamientos femeninos, los actos de la mujer en cuanto mujer. La capacidad conmocionadora de la condición femenina, en cuanto enigma y en cuanto fuente de perturbación del orden masculino, que ya abordó magistralmente en su Laura, vuelve en Angel face a apoderarse de la estrategia inexplícita del relato, que es a su vez la representación, austera, matemática, de la estrategia que las formas dulces de la agresión adquieren detrás de los ojos oscuros de una mujer, Jean Simmons, como antes lo adquirieron detrás de los fuegos verdes de otra, Gene Tierney, en aquella legendaria Laura.

No es Angel face una de las más ambiciosas, ni más conseguidas, películas de Preminger. Pero en su tono menor tiene algo de luminosa explicación de los asuntos mayores que hay en sus obras más arriesgadas y perfectas, como la citada Laura o Anatomía de un asesinato. Un intrincado mundo de relaciones personales, la frágil estabilidad sobre que se desenvuelve este mundo y su desmoronamiento ante la presencia de ese factor perturbador de la suave capacidad demoledora de las curvas de una mujer-víbora, si entendemos el símil no como una adjetivación moral, sino como una deducción de algo que hay más allá de toda moral, en los terrenos movedizos e irremediables del rechazo al mundo.

La dulce asesina de Angel face no es una archisabida mala de película, sino otra cosa mucho más difícil de encerrar en los encasillamientos del archivo del melodrama: es una forma de expresar lo inquietante, el sordo peligro, la idea de amenaza que late bajo esa referida estabilidad de las relaciones humanas tras cuya representación Preminger esconde una inagotable capacidad de análisis de los comportamientos subversivos de la mujer.

Jean Simmons da el misterio de esa forma inabarcable de maldad que es la subversión hecha carne, mirada húmeda y negra. Robert Mitchum, bastión de la estabilidad y la cordura establecidas, es la víctima de la embestida, en forma de caricia, de aquella ondulada subversión encarnada por Jean Simmons. El dúo entre ambos, planteado por un cineasta que no entiende de componendas, es radical, profundo sin parecerlo, seco, un sorprendente témpano ardiendo.

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