Los perseguidores
Es cosa bien sabida y siempre se ha dicho que, en las guerras, uno de los más preciados frutos de la victoria es el privilegio reservado a los vencedores de escribir la historia. Ni aun del heroísmo de Numancia hubiera tenido noticia la posteridad sin el asombrado testimonio que, generosos, nos han transmitido los triunfantes romanos. Por lo que estamos viendo en estos días, esa inexorable ley parece que ha de tener una excepción para nuestra pasada guerra civil. Cierto es que quienes lograron prevalecer en ella con la fuerza de las armas han procurado por todos los medios, mientras pudieron hacerlo, imponer a los españoles no sólo su prepotencia, sino también su propia versión de los acontecimientos, presentando éstos a su manera y de acuerdo con su peculiar interés. Pero han transcurrido ya 50 años y a las nuevas generaciones se les está ofreciendo ahora la información necesaria para conocer con objetividad mayor lo ocurrido, que, desde luego, fue bastante horrible, pero cuya interpretación debe quedar abierta a las discusiones y al juicio de cada cual dentro de un contexto histórico amplio. Quizá esta excepción a la ley general sea debida al hecho de que la ideología y actitud frente al mundo de los vencedores de entonces compaginaba mal con dicho contexto histórico general, y, pese a cuantos esfuerzos hicieran, nunca lograron ajustarse a él.Esto, en cuanto a nuestra guerra civil; pero, ¿qué es lo que, entre tanto, sucede con la II Guerra Mundial? Quienes la ganaron continúan escribiendo su historia desde una perspectiva peculiar suya, que coloca el conflicto dentro de un cuadro valorativo tendenciosamente cargado. A la fecha de hoy, todavía sigue siendo vista y presentada esa guerra con el elemental maniqueísmo de las películas de buenos y malos, y nadie parece preocuparse por superar, en su caso, una manera tan simplista de interpretar, entender y juzgar los procesos históricos. El nazismo debió de ser -según parece- una encarnación del espíritu maligno, especie de dragón infernal surgido de repente desde el fondo de las tinieblas, al que un san Jorge, noble caballero, vendría a derrotar para que de nuevo volviera a prevalecer el bien sobre la tierra. Eso habría sido todo, y en ésas estamos. No se trata, según esta versión, de unos hechos atroces producidos dentro de una situación histórica concreta y comparables, por desgracia, a otros muchos que antes y después han sucedido y suceden, sino de algo así como de una manifestación absoluta del mal, súbitamente surgida para sorprender a una humanidad inocente, y frente a cuyo fenómeno demoniaco sólo cabe oponer un religioso exorcismo, y perseguir -eso sí- con minucioso y sañudo celo a cuantos pudieran haber quedado más o menos contaminados, como lo hacía la Inquisición, ajusticiándolos en efigie si no eran capturados, o incluso desenterrando su cadáver cuando habían muerto. Dígalo si no -y es un ejemplo reciente- la prohibición de entrada a Estados Unidos que su presidente ha decretado contra el presidente de la República austriaca bajo alegación de que durante aquella guerra este señor Waldheim sirvió como oficial en el Ejército alemán. El diplomático episodio será, muy a tono con quien lo ha promovido, tan inaudito y grotesco como se quiera, pero el hecho de que no haya suscitado un escándalo universal y hasta pueda haber sido considerado entre nosotros desde alguna tribuna autorizada como explicable o comprensible revela a las claras cuán cómodo resulta a veces dejarse llevar por la corriente de las fáciles y fútiles, pero bien promocionadas, actudes de farisaica virtud.
Que las barbaridades cometidas por los nazis fueron espantosas, ¿quién lo duda? ¿Y quién duda de que fueron espantosas las que en el curso de nuestra guerra civil y después de concluida se cometieron en España? Quizá fuera conveniente recordar cada día éstas, como sin cesar se recuerdan aquéllas implacablemente; no lo sé; lo dudo mucho. Podríamos, desde luego, estar evocando, como en su oportunidad se hace alguna vez, e insistir a cada momento con tenacidad infatigable, sobre la destrucción de Guernica, la destrucción de Coventry, la destrucción de Dresde la destrucción de Hiroshima y de Nagasaki... Pero creo que no hacen falta semejantes recordatorios para que tengamos presentes los excesos de crueldad inhumana en que el homo sapiens es capaz de incurrir. Por desgracia - repito-, después de nuestra guerra civil, y después de la II Guerra Mundial, el espectáculo de la brutalidad más despiadada ha continuado prodigándose con desenfrenados extremos en todo el planeta, y hoy mismo, como cada día, la televisión, entre noticia y noticia, antes de la cena o en la sobremesa, nos hará tragar la cotidiana ración de truculencias que, por efecto de saturación, recibiremos acaso con cansada indiferencia -una indiferencia que pronto lleva a desentenderse tanto de las víctimas como de los victimarios.
Salvo cuando estos últimos fueron alemanes. Su caso sería un caso aparte; sólo para los vencidos de la II Guerra Mundial no puede haber perdón ni olvido. Ahora mismo -y es otro ejemplo- está viéndose en Francia el -proceso contra uno de los torturadores y verdugos nazis que hace más de medio siglo cometieron abominables sevicias, y es notorio, por una parte, el empeño en evitar que sus colaboradores franceses queden implicados en la exposición de sus fechorías, y, por otra parte, el embarazo causado por la necesidad de configurar jurídicamente esas horribles actividades bajo figura de delito.
Ya al final de aquella guerra, en ocasión de los juicios de Nuremberg, causó cierta sorpresa en Buenos Aires el que un criminólogo de la talla y significación de Jiménez de Asúa se pronunciara pública y enérgicamente contra la monstruosidad jurídica que aquel tribunal representaba. Asúa, penalista de fama y autoridad mundial, redactor destacado de la Constitución de la II República española, era, a la sazón, como yo mismo, refugiado político en Argentina y, por supuesto, conocía demasiado bien los horrores de los regímenes totalitarios; pero, sin aludir al cinismo, con que quienes acababan de aniquilar dos ciudades indefensas probando in ánima vift la bomba atómica se atrevían en seguida a recubrir con apariencias de una falsa legalidad algo que hubiera podido valer acaso como justa venganza de los triunfadores, se limitó a denunciar lo inconsistente y vicioso del procedimiento que se había ,montado para deshacerse de unos odiosos y, sin duda, perversos jerarcas nazis. Cosa análoga hubiera podido decir, si viviera aún, mi maestro y amigo Asúa sobre el proceso actual contra este llamado carnicero de Lyón, cuyas atrocidades comprometen, según parece, a destacados franceses y dejan en mal lugar a sus encubridores y protectores norteamericanos.
Habría que preguntarse por qué, en medio del cúmulo de salvajadas que cada día se producen en este nuestro torturado mundo, pasamos por alto las
Pasa a la página siguiente Viene de la anterior
masacres de que, sin embargo, nunca falta puntual noticia, y se vuelve obsesivamente la vista hacia el llamado holocausto de los campos de exterminio que los nazis organizaron en su tiempo con tan espantosa eficacia. Quizá la palabra misma, holocausto, que es un término claramente religioso, pueda orientarnos hacia una respuesta. En aquellos infames campos fueron inmolados muchísimos seres humanos, judíos en su gran mayoría, aunque también otros alemanes no judíos" así como españoles, polacos, lituanos, etcétera. Pero éstos bien pueden ser olvidados, y hasta quizá sea saludable que se los .olvide piadosamente, como a tantas y tantas víctimas, a las víctimas innumerables que la ferocidad humana ha producido y sigue produciendo en el curso de la historia; pues atentar contra ellos significó un mero pecado que la inconmensurable bondad divina puede acaso perdonar, mientras que habría sido, en cambio, sacrilegio imperdonable el de haber atentado contra el pueblo elegido. Según leo en una información de la revista Time, el juicio del carnicero de Lyón ha causado ya desacuerdos entre los judíos y los antiguos líderes de la Resistencia. "Muchos judíos franceses", dice, "sostienen que equiparar la campaña de Barbie contra la Resistencia con sus otros crímenes trivializa su papel en el holocausto". Y The New York Times, en su editorial del 14 de mayo, fecha en que escribo estas reflexiones, así lo confirma.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.