La España de los centralismos periféricos
La España de las autonomías se está convirtiendo, en el terreno cultural que me ocupa, en un estado de centralismos periféricos incapaces de dar el gran salto hacia adelante anunciado en la larga marcha de la transición. Parece que las expectativas surgidas al término del franquismo, que preveían un resurgimiento posibilitado por las nuevas libertades y el desarrollo de la diversidad española, se están frustando (salvo, quizá, en la recuperación de las lenguas oficiales), o, lo que es peor, se están amansando. El antes llamado despectivamente escritor de provincias, airado personaje en perenne lucha rebelde, hoy se pavonea orgullosa y confortablemente instalado en la crónica local de su aldea. Y hay aldeas que ya pasan del medio millón de habitantes.Por una aberrante mezcla del síndrome de Estocolmo y la mímesis del verdugo, las comunidades autónomas reproducen el mismo sistema centralista de Madrid y del cual abominaban en el anterior régimen, un sistema básicamente establecido sobre dos pilares: la burocracia y el ensimismamiento.
Entendiendo por burocrático el mecanismo que multiplica los papeles hasta conseguir canalizar todos los trámites por el mismo punto y al mismo tiempo a fin de conseguir un máximo de ineficacia con un mínimo horario laboral. Y entendiendo por ensimismado al que sólo se ocupa de sí mismo.
Hacen bien las autonomías en ocuparse de aquello que les es propio y exclusivo; la historia demuestra hasta la saciedad que si no lo hacen ellas no van a ser otros quienes les soluciones en sus problemas, pero hacen mal en el flagrante abandono de las cuestiones generales, que, con suicida desidia, se dejan en manos de Madrid, y así, según progresa la descentralización (el Ministerio de Cultura apenas si tiene ya atribuciones), el poder de la capital del reino se va haciendo omnímodo. La frase barojiana de "si quieres ser escritor vete a Madrid y ponte a la cola" es hoy tanto o más real que cuando fue dicha.
La cola que en los años del desarrollo supuso Barcelona pierde fuerzas a ojos vista, y es que los centralismos periféricos prefieren ocuparse de ámbitos temáticos y catastrales cuanto más reducidos mejor. Anécdota de muestra: una pintada en Benavente reza: "León sin Castilla, qué maravilla". Y otra en Ponferrada: "El Bierzo sin León, que ilusión". El ensimismamiento es un peligroso culto no a la personalidad sino a la mediocridad; esto quizá explique también, y de paso, lo deleznable (arte de hacerse pedazos) de nuestros partidos políticos. El ensimismado debería tener en cuenta que ningún hombre es igual a otro hombre, ni siquiera a sí mismo, pero que, sin embargo, todos los hombres son iguales. También debería recapacitar sobre el hecho de que lo que nos separa a los españoles son ciertas variables virtudes y que lo que nos une son nuestros muy sólidos e idénticos vicios.
Desencantos
La periferia decide ser cabeza de ratón antes que cola de león, sensato refrán cuando se, refiere a lo cotidiano peto garrafal error en temas cudturales, y muy especialmente en los artísticos. En arte sólo es válido el fulgor del felino antes de saltar sobre la presa, un instante de eternidad inalcanzable bara Mickey por más siglos que vegete. Lo autónomo se autolimita a lo suyo y, más sorprendido que avergonzado, disimula el segundo e innombrable desencanto de nuestra democracia.
El primer desencanto fue, desaparecida la censura, en la, transición, la sorpresa de nada genial y oculto capaz de eclosionar vitalizando nuestro panorama con un soplo de aire libre: las obras protesta se desmoronaron y los proscritos siguieron tan inéditos como antes de publicarse. El segundo desencanto fue (es y seguirá siendo, si no cunde la denuncia) el de la impotencia provinciana, a pesar de las no desdeñables aportaciones económicas;'el fruto del masturbatorio ejercicio de contemplarse el propio ombligo sin compartir la gimnasia con la Otra Persona no va más allá del gozoisillo espasmo de ver tu nombre eÍn letras de molde. Nada trasciende en tan desolado páramo de autosuficiencia. No es por señalar con el dedo, pero poco puede dar de sí un premio de novela concedido en Pamplona para es-
navarros. Intrapolando el ejemplo, para orear tan idiosincrásico desencanto, diremos que la obra genial debe ser autonómica pero universalista, los personajes tendrán características peculiares pero Sus sentimientos han de ser comunes, de ahí que El Quijote sea algo más que una novela sobre unos paletos manchegos. Hay que saber aunar las fuerzas de los dos vectores que decidirán el futuro, identidad y unicidad; hay que renunciar a los ratones para ser (no hacer) cola de león, para llegar a su cabeza. La prisa por aparecer en los periódicos es una frivolidad; al final todos salimos, y el que la familia no reciba no es ma* yor inconveniente. El no pensar más que en sí y en hoy es un error que no debe trascender de la clase política.
El férreo poder centralizador de Madrid a lo largo de nuestra historia es un fenómeno paradójico; el pecado centralista es obvio no puede atribuirse en exclusiva a los madrileños, pues pocos de ellos han llegado a la jefatura del Estado, y el por qué se produce en un tan determinado e inhóspito punto geográFico sólo puede atribuirse a una virtud geométrica, a ser el centro del poliforme polígono en que vivimos, las mayores transversales posibles se cruzan en su lar y así ocurre si vamos desde la Costa de la Muerte a la Milla de Oro, desde la Bahía de Txingudi al Campo de Gibraltar o desde Ampuriabrava al Desembarcadero del Pobre. Y esta razón geométrica, en un tiempo en el que los medios de información y transporte han dinamitado el concepto clásico de la distancia, no tiene razón de ser. La paradoja sigue funcionando en nuestro tiempo, y así, a pesar del creciénte desarrollo autonómico, Madrid concentra un poder cultural superior al que.detentaba antes de entrar en vigor la Constitución de 1978, fenómeno de rebote que se explica por el centralismo de las diversas autonomías: cuanto más exclusivistas y ensimismadas sean éstas, más poder estarán cediendo a Madrid. La cultura, como tantas otras cosas, es una obra de esfuerzos individuales y estructuras colectivas, y en saber aunar los términos de la aparente antinomia -identidad con lo propio y unicidad. con el prójimo- está la clave. O parodiando a la pintada antinuclear: "Centrales no, laterales tanipoco".
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