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FERIA DE SAN ISIDRO

Una miurada de fin de Siglo

JOAQUIN VIDALDiez años estuvo deseando la afición de Madrid ver miuras, mientras el ganadero creía que los aficionados madrileños le tenían manía. Al fin pisaron los legendarios toros el ruedo de Las Ventas, ayer, y se deshicieron todos los equívocos: Miura complació a la afición ofreciendo a su pasión torista e ejemplares con estampa de fin de siglo; la afición complació al ganadero pidiendo a los lidiadores que lucieran a los toros en la prueba fundamental del primer tercio.

Lo pidió, a pesar de que la corrida había empezado de catástrofe. Los primeros toros eran mansos sin paliativos y broncos. A cualquier afición con maniáticas animadversiones le hubiera bastado para descalificar a la divisa, pero ese no es el caso de Madrid. La afición de Madrid sabe perfectamente que el toro de lidia puede ser bravo o puede ser manso, y lo asume. Lo que no asume, en cambio, es que el toro sea borrego. De manera que siguió atentamente el juego de los Miura, analizó la técnica que emplearon los diestros, abucheó las banderillas que tiraban en vergonzosa desbandada los siniestros, ovacionó el sensacional par que prendió Santiponce, le sobresaltaron las bronquedades de las fieras finiseculares.

Miura / Ruiz Miguel, T

CampuzanoToros de Eduardo Miura, de gran trapío, muy variados de comportamieento, en general mansos y duros. Ruiz Miguel: dos pinchazos, media, rueda de peones y descabello (silencio), estocada corta, pinchazo, otro hondo, rueda de peones y tres descabellos (silencio); pinchazo hondo caído (oreja). Tomás Campuzano: estocada corta (ovación y salida al tercio); dos pinchazos, otro hondo y descabello (pitos); pinchazo y estocada corta atravesada (silencio). Plaza de Las Ventas,. 20 de mayo. Sexta corrida de feria.

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Hubo emoción, lo mismo cuando Ruiz Miguel sorteaba las tarascadas del que abrió plaza como cuando Tomás Campuzano, valor y vergüenza torera en el empeño, embarcaba al siguiente toro, un cuajado colorao que desarrollaba sentido. Aún era entonces Campuzano un diestro entero y verdadero, que se crecía ante las dificultades de la miurada. Para su desgracia, sin embargo, le salió un cuarto toro que ya no parecía Miura, o por lo menos Miura histórico, pues tomaba embebido los engaños, araba la arena en el transcurso de sus largas embestidas. La nobleza del toro hacía aflorar filigranas, suertes ejecutadas con gustosa armonía y ligazón, arte. Por eso el toreo superficial, deslavazado y ventajista que le aplicó Campuzano disgustó a la afición.Tras las bronquedades de los dos primeros Miura, la emoción de la lidia adquirió otro sentido con la bravura del tercero, que recargo con fijeza y codicia en los puyazos. Luego se vino abajo y de nuevo Ruiz Miguel hubo de librar coladas en su faena de muleta. El quinto era la reproducción viviente de una estampa de La Lidia. Ya por su lámina, hermosísima dentro de la rusticidad propia del tipo de la ganadería; ya por su pelo salinero, tan poco usual en las reses de esta época. El público ovacionó al toro en cuanto mostró su estampa y pidió a Ruiz Miguel que lo pusiera distante para la prueba de varas. El Miura se arrancaba desde el, platillo en cuanto vela al caballo, con una fijeza y una espectacularidad que levantaba clamores en el graderío, aunque también es cierto que se acapachaba al sentir el hierro.Llegó a la muleta sin fijeza, pero la muleta era de Ruiz Miguel, un maestro en el difisilísimo oficio de dominar a los toros de casta. Igual que tantas otras veces, obligando y consintiendo, Ruiz Miguel consiguió -hacer larga una embestida en principio corta; recta antes quebrada, clara, antes confusa. Tres naturales ligados con el de pecho fueron soberanos. Allí ganó la oreja y el posterior alarde para la galería de arrodillarse no incrementó sus méritos. Ayer no había galería. Las Ventas estaba. abarrotada de aficionados que saben valorar toros y toreros, y cuando dominó al Miura ya le había puesto un 10.Al sexto, más de 600 kilos de torazo, también lo recibió el público con ovaciones y lo aclamó cuando se arrancaba desde muy lejos en codiciosa demanda del caballo, al que zarandeó y empujó hasta los medios, con absoluta fijeza, durante un puyazo interminable que debió alcanzarle las entrañas. Caballo y toro salieron de la suerte heridos de muerte. Obviamente el torazo moribundo no tenía faena y Campuzano, tras intentar pases imposibles, lo despachó.

La miurada no salió brava, aunque si variopinta, argumentada, emocionante. Como eran las corridas de fin de siglo: buenas o malas, pero aburridas, nunca. El aburrimiento llegó -años después con el toro dulcificado y uniforme; algo que un Miura no puede -no debe- ser jamás.

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