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Los herederos de Ronald Reagan

Siete ilustres desconocidos se disputan la nominación demócrata tras la retirada de Gary Hart

Francisco G. Basterra

Hasta que una modelo de 29 años y su irresistible tendencia a la autodestrucción política, combinadas con una Prensa inquisitorial, acabaron en una semana con la candidatura a la presidencia de Gary Hart, los aspirantes demócratas a la Casa Blanca eran bautizados como Blancanieves y los siete enanitos. Hart, con una campaña bien organizada, unas ideas que ofrecer y la experiencia de su intento de 1984, era Blancanieves, el candidato mejor colocado. Los siete enanitos son los otros siete pretendientes, ilustres desconocidos.

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Los pesos pesados del Partido Demócrata, como Mario Cuomo, gobernador de Nueva York, un formidable orador de la vieja escuela, heredero político del viejo evangelio del New Deal, o, en menor medida, los senadores Sam Nunn y Bill Bradley repiten que no quieren ser presidentes. Pero son muchos los que estiman que si nadie destaca en la segunda fila, Cuomo podría acudir a salvar el partido, derrotado estrepitosamente en las dos últimas elecciones presidenciales.Ahora, 18 meses antes de que los norteamericanos elijan al sucesor de Ronald Reagan, sólo quedan los enanitos en el campo demócrata. Su principal cualidad es la juventud, pero alguno de ellos puede llegar a ser el 41 presidente de Estados Unidos. Los observadores comparan esta situación con la del otoño de 1975, cuando un desconocido llamado Jimmy Carter surgió de la nada para llegar a la Casa Blanca.

¿Qué diferencia a Bruce Babbit, ex gobernador de Arizona, de Joseph Bidden, senador por Delaware? ¿A Richard Gephardt, congresista por Misuri, del senador Albert Gore, de Tennessee? ¿O al gobernador de Massachussets, Michael Dukakis, del también senador Paul Simon, de Illinois?. Salvo en el caso de Jesse Jackson, que es aparte, poca cosa. Sus ideas y su capacidad de atracción se les suponen, como el valor al soldado. Ideológicamente, también es un panorama de grises, con un tema único: una América más competitiva, más generosa, menos intervencionista en el exterior, mejor educada y que viva más acorde con sus posibilidades. Ninguno de ellos comparte las dos obsesiones de Reagan: derrocar a los sandinistas en Nicaragua y su fe en la guerra de las galaxias, pero, por lo demás, son una incógnita absoluta en temas de política exterior.

Dukais, un hijo de inmigrantes griegos que ha tenido un gran éxito económico en su Estado, sería el más próximo al liberalismo tradicional del Partido Demócrata, pero basa su campaña en sus logros como buen tecnócrata. Bidden recuerda, por su discurso idealista y apasionado, a los Kennedy, pero no cuenta fuera de su pequeño Estado. Ambos serían los más liberales del paquete de enanitos. Por sus ideas, pueden heredar la infraestructura que deja Hart, un equipo de veteranos de otras campañas presidenciales y una lista de 100.000 contribuyentes políticos.

El Sur manda

Gore es, fundamentalmente, un sureño muy joven (39 años), pero no se puede olvidar que el Sur va a ser muy importante en 1988, ya que en una sola superprimaria (en marzo) elegirá el 32% de los compromisarios para la convención demócrata. Esta realidad hace pensar a muchos que debe ser otro hombre del Sur, el centrista Sam Nunn, actual presidente del Comité de Servicios Armados del Senado y un experto en cuestiones Este-Oeste, quién tendrá que estar finalmente en la candidatura demócrata.

Los otros candidatos seguros, Babbit y Gephardt (el único aspirante de un Estado del Oeste), son intercambiables; están realizando ya una campaña muy intensa en Iowa y New Hampshire, enfocada en cuestiones de comercio y economía. Paul Simon, por su parte, es un demócrata clásico. "No soy un neonada, sólo soy un demócrata", afirma.

Los votos indecisos y los no sé son el primer candidato de los demócratas. El segundo es, sorprendentemente, alguien que no puede ganar: el reverendo de raza negra Jesse Jackson, ex aspirante presidencial en 1984 y en 1980, demasiado progresista para esta América profundamente conservadora, y que es el único a quién reconoce el 10%. de los votantes demócratas. Los otros seis enanitos no llegan, entre todos, a un 10%.

Son un paquete de nuevas caras, bastante atractivos y telegénicos, que se presentan como políticos anticonvencionales, no idelógicos, tecnócratas, pragmáticos, que venden una visión de América, cómo no, nueva y capaz de afrontar los retos del final del siglo. Saben que, cansados de una época muy ideologizada, los americanos quieren competencia y credibilidad personal.

Pero, de momento, expresan esa visión en términos tan abstractos que no están siendo escuchados. "Nos hemos dejado cegar por la ilusión de la actual tranquilidad y seguridad. Nos hemos ajustado a las lentas pero sutiles fuerzas del declive como nuestros ojos se ajustan a la oscuridad. Pero si tenemos el valor de enfocar bien, todos podemos discernir los signos de una pérdida de rumbo nacional". Este es un ejemplo del lenguaje de partida.

Todos los candidatos demócratas, y también, aunque en menor medida, los republicanos coinciden en que uno de los grandes temas de la elección de 1988 será la educación; su catastrófico estado es una de las causas reconocidas de que EE UU ya no sea el número uno en algunos campos. "Nuestros estudiantes deben ir a la escuela más que los 180 días actuales, debemos exigir más de los profesores. Sí, costara más dinero, claro que sí", afirma el senador John Bidden. Todos coinciden en que hay que frenar el deterioro de Estados Unidos como primera potencia, pero ajustando al mismo tiempo su protagonismo a la realidad de que ya no es un superpoder con el monopolio militar, económico y comercial de antaño.

Los temas comerciales van a tener también una gran importancia en las próximas elecciones. Hay millones de votos airados, de ciudadanos que han perdido su empleo por lo que creen una injusta competencia del extranjero, sobre todo de Japón, y que se quejan de la falta de apoyo del Gobierno federal. La crisis de la agricultura norteamericana, incapaz de exportar competitivamente, y de sectores industriales tradicionales convierten el proteccionismo en un arma efectiva. Un candidato demócrata, el congresista de Misuri Richard Gephardt, basa su campaña en la petición de represalias automáticas contra los países que venden aquí mucho más de lo que compran. Es posible que, por ello, consiga el apoyo oficial de los poderosos sindicatos.

El campo republicano es prisionero de la pesada herencia de Ronald Reagan, sobre todo de las consecuencias finales del escándalo del Irangate. Sin embargo, nadie quiere traicionarle antes de tiempo, sobre todo si, para asombro e irritación de sus partidarios más conservadores y del establishment de la política exterior republicana (los Nixon y Kissinger), llega a un acuerdo de reducción de cohetes nucleares con la Unión Soviética. Los aspirantes republicanos, que son más viejos que los demócratas, se verán obligados a defender los años de Reagan y no ofrecerán, como sus adversarios, un cambio generacional.

Pero, a pesar del daño sufrido por el asunto Irán-contra, si la economía no entra en una recesión antes de las próximas elecciones no es en absoluto

descartable que los republicanos continúen en la Casa Blanca por otros cuatro años. Howard Baker, que abandonó su campaña presidencial para salvar a Reagan del Irangate, como bombero-jefe de gabinete de la Casa Blanca, tras la caída de Ronald Regan, podría ser la sorpresa republicana, elegida por la convención sin pasar por las primarias, el hombre capaz de mantener el partido en la Casa Blanca hasta 1992.Como ocurría con Hart en el Partido Demócrata, George Bush, actual vicepresidente, 62 años, aparece como el candidato mejor colocado. Pero su enigmático papel en el Irangate y su personalidad blanda y falta de gancho electoral le convierten en un tigre de papel. Curiosamente, a pesar de estar bendecido como el aspirante número uno por la Prensa y por los sondeos, nadie creía realmente que Gary Hart sería designado por su partido como el candidato definitivo.

Bush tiene una organización sólida, experiencia -ha sido casi de todo, incluido director de la CIA-, y dinero para la campaña, pero le falta ese: algo indeterminado, un punto de credibilidad política que hace pensar a muchos que no será el candidato del grand old party (grande y viejo partido) que surja de la convención republicana de Nueva Orleans, en julio de 1988.

El senador Robert Dole, un veterano tiburón de la política (ya fue candidato frustrado a la vicepresidencia con Gerald Ford en 1976), está esperando, bien colocado en los sondeos, el patinazo definitivo de Bush, que parece incapaz de definir una oferta diferente a la de Reagan.

Ni Bush ni mucho menos Dole atraen, sin embargo, a los votantes republicanos más conservadores, los verdaderos reaganistas, que los consideran excesivamente liberales. El ex senador por Nevada de origen vasco-francés, Paul Laxalt, se perfila por edad, experiencia política y amistad personal con Reagan como su verdadero sucesor. Tiene pendiente un escándalo relacionado con casinos y además tendrá que competir con el joven ex jugador profesional de fútbol americano Jack Kemp, 51 años, uno de los padres intelectuales de las reaganomics, que lucha por rentabilizar la herencia ideológica del actual presidente.

Como candidatos republicanos menores, pero coloristas y capaces de animar la campaña quedan el general de cuatro estrellas, ex comandante supremo de la OTAN y ex secretario de Estado Alexander Haig; el reverendo electrónico Pat Robertson, un ultraconservador que afirma que tiene hilo directo con Dios, que le pidió que se presentara, y que maneja la televisión casi tan bien como Reagan, y el supermillonario gobernador de Delaware, Pierre du Pont. Pero, como afirma un chiste reciente, "no se puede ser presidente de Estados Unidos con nombre de camarero francés y apellido de empresa química contaminante".

El drama de Hart

El drama de Gary Hart ha abierto un debate sobre el sistema electoral norteamericano, en el que ha vuelto a demostrarse que lo que los ciudadanos juzgan es el carácter y la personalidad de los candidatos, muy por encima de sus programas o posiciones ideológicas. Hart insistía en explicar sus nuevas ideas, y el público sólo quería saber por qué se cambió el nombre y si era o no un mentiroso. "No puedo comunicarme con el país", se lamentó en su dramática aparición televisada, para anunciar que arrojaba la toalla.

Hay algo en este sistema de carrera de obstáculos que, por su duración (cada vez más larga), su dureza y la posibilidad que ofrece para analizar a fondo a los aspirantes debería funcionar y que, sin embargo, falla estrepitosamente. No son seleccionados los mejores, porque las cualidades necesarias para ser un buen candidato y aguantar preguntas del tipo "¿ha cometido usted alguna vez adulterio?" no son las mismas que se necesitan para, una vez en la Casa Blanca, ser un buen presidente. Los mejores, o los que se piensa que están más cualificados -las próximas elecciones son un buen ejemplo-, dudan en lanzarse a la arena de una carrera que es una máquina de triturar personalidades.

La campaña de 1988 va a ser, pese a todo, algo diferente de las anteriores. Es la más abierta desde que el general Eisenhower logró la presidencia, en 1952. Se trata de suceder a un presidente que, para bien o para mal, ha representado un hito en la historia política de este siglo.

En el campo demócrata se ha producido un relevo generacional: ninguno de los siete aspirantes actuales luchó en la Segunda Guerra Mundial e incluso uno de ellos, el senador Albert Gore, de Tennessee, nació después de la contienda. Son los representantes del baby boom, la generación (70 millones de personas) nacida después de 1946.

Nueva filosofía

El Partido Demócrata está también buscando una nueva filosofia o mensaje político, una vez que ha comprobado, en cuatro de las cinco últimas presidenciales, que el viejo liberalismo e intervencionismo estatal no atraen al electorado. Pero tampoco es aconsejable un excesivo giro a la derecha, ya que los analistas detectan un cansancio de la población, por la excesiva ideologización conservadora de la época Reagan y un sentimiento de que hay que restaurar los valores comunitarios. Los demócratas deberán hacerlo sin desmontar el recobrado orgullo nacional, producto de la presidencia de Reagan, si bien tendrán que atenuar los excesos del patriotismo intervencionista en el exterior.

Aunque la herencia del gigantesco déficit presupuestario no va a dejar mucho para repartir, un futuro demócrata en la Casa Blanca tendría que protagonizar un Gobierno más activo en temas sociales, sin llegar a los excesos de anteriores Administraciones demócratas.

Reagan ha presentado al Gobierno "como el problema, no la solución", pero su revolución no ha sido consumada. En ningún momento ha querido pagar el precio de aumentar los impuestos, algo que un presidente demócrata deberá hacer inmediatamente.

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