El vacío
Para subrayar la falta de contenido político de la pasada moción de censura de Alianza Popular, alguien dijo: "Lo obvio no necesita comentarios". El alguacil resultó alguacilado, y el tedioso espectáculo tuvo por único efecto desviar la atención pública del pulso entablado entre el Gobierno y diversos sectores sociales. No sería, pues, preciso hurgar en episodio tan irrelevante, salvo por lo que tiene de síntoma de algo más profundo: la fragilidad de un conservadurismo que en los inicios de la transición parecía contar con sólidas bazas políticas. Ahora está claro que no sólo se trataba del problema personal correspondiente al liderazgo de Manuel Fraga, al mismo tiempo encarnación y víctima de un complejo de limitaciones que para ser explicadas nos hacen retroceder al período anterior a la muerte de Franco.Y es que posiblemente la responsabilidad de este bloqueo de la derecha recae, en último término, sobre el propio franquismo. Para entender esto conviene dejar de lado la impresión de que la dictadura era, en los términos que la definía Juan Linz, un régimen autoritario. De haber sido así, el pluralismo limitado característico de tales regímenes hubiese permitido la articulación de los intereses centrales del sistema y de las clases dominantes de cara a un cambio inevitable por razones biológicas. Lo cierto es que los intentos de esa autoorganización no faltaron a partir de 1962, empezando por la apertura informativa del propio Fraga. Algunos observadores, como Fernando Claudín, creyeron ya entonces que estaba en marcha un proceso de transformación imparable que desde el interior del sistema acabaría con el poder de Franco. No sucedió así. La dictadura personal de base militar, con su carga ideológica represiva, marcada por la guerra civil y las formas de represión fascistas, mantuvo su lógica interna hasta el final. Los fusilamientos de septiembre de 1975, -justificados por el mismo deseo de ejemplaridad en el castigo que el jefe de la Legión exhibiera en sus tiempos de Africa, recordaron a todos que la esencia del régimen no se había perdido, incluso cuando sus ratas iniciaban el abandono masivo del barco. Por seguir con la jerga de los teóricos del autoritarismo, las ejecuciones mostraron que no existía un límite previsible para un dictador acostumbrado, en los tiempos duros, a "clavar los dientes hasta el alma" a sus adversarios.
El problema es que si la oposición obrera y democrática malvivía en tales circunstancias, tampoco la derecha encontró los medios para organizar el control de un proceso de cambio inminente, cuyo punto de destino no podía ser otro que la democracia. Al avanzar los años setenta, cualquier intento de supervivencia por parte de los sectores más lúcidos de la clase política pasó a implicar el riesgo de un salto en el vacío, de una ruptura en busca de una clientela política. En una palabra, salir fuera del régimen. Bien mediante una actualización democrática de la mentalidad contrarrevolucionaria, bien otorgando prioridad al objetivo de la propia salvación a través del enlace con los intereses más amplios de la aún mayoría silenciosa. Fraga y Suárez encarnaron, con notable coherencia, cada una de las dos opciones. A corto plazo se impuso Suárez, pero a costa de ver cómo se reflejaba la heterogeneidad de su electorado en el interior de su partido, compuesto en su mayoría de notables / náufragos del viejo sistema, y a costa, también, de romper peligrosamente amarras respecto a intereses económicos e institucionales, sólidamente arraigados en el curso de la dictadura. Estos intereses, lo que se llamó el franquismo sociológico, buscaron refugio en Alianza Popular. Recuerdo una encuesta realizada hacia 1979 bajo la dirección de Linz donde la divisoria quedaba claramente trazada: casi un 50% de los partidarios de UCD valoraba positivamente el franquismo, pero esa proporción en AP llegaba a rozar el 90%. El único inconveniente es que desde esa plataforma era difícil conectar con los sectores más dinámicos de la sociedad española a la hora de elaborar un programa positivo. Como mucho, podría llegarse al agrupamiento coyuntural defensivo, de cierre de filas por miedo al PSOE, según ocurriera en 1982, pero en el plano de los proyectos sólo cabía esgrimir imitaciones -hacer como la Thatcher, como Reagan- y ello tenía escaso atractivo. Las elecciones de 1979 habían dado ya el veredicto anticipado. Aunque las filas aliancistas, crecieran más adelante al recoger los restos del naufragio de UCD, su suerte como partido conservador de -vocación hegemónica estaba sellada. La propia lógica de su antecedente franquista había yugulado sus perspectivas. Por uno de los ardides del viejo topo, la democracia se vengaba así de su anterior verdugo.
En la España democrática ha hecho política conservadora quien, por razones sociológicas, tenía que hacerla, aun cuando el camino y las siglas utilizados para llegar a la droite est morte, vive la droite! nos sorprendieran a muchos. También aquí hay que volver la mirada a la era de Franco, a ese crecimiento económico de los sesenta que configuró unos sectores profesionales e intelectuales inicialmente abocados a una definición ideológica radical al topar con el dique de la dictadura. Luego, el PSOE sería el cauce para que esas aguas se remansaran y los sesentayochos, hoy cuarentones, dieran cumplimiento al proyecto de racionalización capitalista cuyo bosquejo iniciaron otros radicales europeos de los sesenta, del tipo Michel Rocard. Aquellos que en vida de Franco habían emprendido su propia reconversión formándose como cuadros directivos de la economía española -los Boyer, Fernández Ordóñez, Rubio- sirvieron de enlace para que la nueva política encajase con los intereses del poder financiero y de las transnacionales. La ausencia de una tradición socialdemócrata facilitó el desenlace, y los logros están a la vista: ningún Gobierno conservador hubiese podido conseguir un retroceso de la participación salarial en el PIB sin traumas y de la magnitud del experimentado desde 1982. Arraigo electoral entre los trabajadores y neoliberalismo económico: la fórmula es casi perfecta. De propagar sus excelencias se encargan los múltiples asesores y / o agentes publicitarios que nos inundan de mensajes gratificantes a través del servicio público TVE o montan tinglados como Vivimos en comunidad o Vivir en Madrid. Felipe González se confiesa socialista a fuer de liberal. Indalecio Prieto sirve de coartada a Milton Friedman. El viejo sueño del partido nacional se ha hecho realidad.
Así las cosas, el espacio que queda para un partido conservador es bien corto. Se reduce a la representación que aquellos sectores tradicionales que los sociólogos del PSOE consideran inadmisibles por su área de influencia política y que detentan un poder en declive dentro de la sociedad española. Y, a falta de una transformación efectiva, resulta manifiesta su incapacidad para alcanzar a otras audiencias por mucho que carguen las tintas en el lenguaje populista. Las señas de identidad históricas de AP pesan demasiado. En realidad, por la vía iniciada, el único fruto al alcance del nuevo liderazgo de AP dista de ser positivo. Nos referimos al desgaste que puede afectar a la imagen pública del Parlamento si siguen presentando censuras imposibles cada vez que surja un pretexto para ello. Viene a cuento el aviso de Tocqueville: "La democracia sólo puede obtener la verdad a partir de la experiencia". Y el fracaso acecha a aquellos que son incapaces de discernir la causa de las propias insuficiencias.
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