Diez años de libertad sindical
LA CELEBRACIÓN del Primero de Mayo coincide este año en España con el décimo aniversario de la legalización de los sindicatos. Desde aquel ya lejano 1 de mayo de 1977, que todavía se caracterizó por la represión policial, hasta la plena libertad con que se celebra hoy la efeméride, se ha recorrido el largo camino que va de la frontera de la clandestinidad a la difusión de la convocatoria mediante cuñas publicitarias en las emisoras de radio.En estos 10 años los sindicatos españoles han debido afrontrar el reto de su consolidación entre los escollos de una grave crisis económica. El implacable efecto de ésta se concretó en un aumento vertiginoso del número de desempleados y en la respuesta de unas medidas de austeridad que dejaban escaso margen a la actividad reivindicativa clásica. A esta situación, en la que se estaba decidiendo un nuevo orden económico, con importantes quiebras sectoriales a escala internacional, se sumaban en España los delicados componentes de una transición política de cuyo éxito dependía a su vez el futuro del sindicalismo. Pero también las deformaciones procedentes tanto de la idea de lo sindical sedimentada por el antiguo verticalismo como de la concepción de los sindicatos como instrumentos de transformación revolucionaria, difundida por Comisiones Obreras en los últimos años del franquismo.
Ante este marco, la actitud de los sindicatos españoles tendió, en Iíneas generales, a la aceptación del pacto social. A ello contribuía la adversa realidad económica tanto como la intención de colaborar al afianzamiento del régimen democrático. Esta línea de moderación contribuyó a prestigiar la imagen del sindicalismo y a hacer de éste un elemento insustituible en el marco de las relaciones laborales y en la estructura del poder de nuestro país. No bastó sin embargo este comportamiento acertado para hacer frente a la crisis de afiliación, que en España es característica no sólo de sindicatos, sino también de partidos. Aunque esta escasez de afiliación también es perceptible en Europa desde comienzos de la década de los setenta, las cifras comparativas dan una idea de las diferencias: apenas un 11 % de los asalariados españoles están sindicados, frente aun 30% en la mayoría de los países de la Comunidad Europea.
El sindicalismo se enfrenta hoy al desafío de dilucidar cuál es su papel en una sociedad posindustrial que se apoya en unas nuevas tecnologías que destruyen frecuentemente empleo. La serie de cuestiones que se han planteado en los últimos 15 años, desde la creciente indefinición del concepto de clase hasta la revisión de la idea de progreso, ponen, inexorablemente en cuestión la ideología sindical de mayor arraigo. Ni las tácticas ni las estrategias de un sindicato obrero pueden quedar indemnes tras la transformación que ha sacudido la estructura y los valores de la comunidad.
Pero, en nuestro caso, la fiesta de hoy se celebra una vez más bajo la sombra de la desunión, no sólo entre sindicatos, sino también entre UGT y el partido con el que mantiene privilegiadas y estrechas relaciones, el PSOE.
La victoria socialista de 1982 rompió el equilibrio anteriormente existente entre el sindicato y el partido, introduciendo un tercer factor relativamente autónomo, el Gobierno, y provocando tensiones que, si bien permanecieron larvadas durante algún tiempo, se expresaron ya con ocasión del referéndum sobre la OTAN y acabaron estallando tras el relativo éxito de CC OO en las elecciones sindicales de fines de 1986. El trato privilegiado otorgado por el Gobierno a UGT en el reparto del patrimonio sindical produjo, por otra parte, el efecto contrario al esperado. La acusación de ser beneficiarios del favoritismo oficial estimuló en los ugetistas una reacción presidida por el deseo de marcar distancias y extremar en algunos momentos sus posturas.
En el socialismo español, al igual que en el Reino Unido y a diferencia con muchos otros países, fue tradicionalmente el partido quien actuó como correa de transmisión del sindicato, y no al revés, conforme al modelo leninista. Nicolás Redondo y su equipo representan esa memoria colectiva y se miran a sí mismos -y no al Gobierno- como los verdaderos depositarios de lo esencial de la cultura socialista. Una cultura socialista que convierte las reivindicaciones salariales en eje estratégico central. Esta estrategia sirve para estimular, porvía redistributiva, la corrección de las desigualdades sociales en períodos de auge económico, pero difícilmente encuentra acomodo en una situación definida por el aumento del número de parados. Y se revela además incapaz (o al menos insuficiente) para responder a los problemas específicos planteados por la incorporación de España a las instituciones europeas, por una parte, y por la incorporación al mercado de trabajo de sectores de las clases medias urbanas, sin cuya participación es ya imposible ningún proyecto de transformación social.
El mayor reto que los sindicatos españoles tienen es el de asumir un modelo de actuación que, superando la dimensión exclusivamente salarial de sus reivindicaciones, amplíe el campo del consenso posible a terrenos apenas explorados todavía, como el de la participación en la gestión, la presencia institucional o la influencia en la determinación de las grandes líneas de la política presupuestaria y económica. Cuando esta actuación tuvo lugar como, por ejemplo, en ocasión de los pactos de la Moncloa, el mecanismo funcionó a satisfacción de todos. Ha sido ahora la inexistencia de un acuerdo general entre patronos y sindicatos sobre la política económica a seguir lo que ha venido potenciando los conflictos y alimentado el desorden. Los sindicatos deben ejercer su influencia en la fijación de las prioridades políticas y sociales de que los presupuestos públicos son reflejo antes que dedicarse al boicoteo a posteriori de esas prioridades.
Lejos de dirigirse a estos objetivos, hoy asistimos a una oleada de corporativismo que los sindicatos no sólo son incapaces de frenar, sino que alimentan muchas veces ellos mismos. Se muestra con ello el abandono de la solidaridad social y el renacimiento del egoísmo gremial, con lo que un siglo de luchas obreras tras la dignificación del concepto del trabajo asalariado amenaza con derrumbarse.
La contemplación de que la mayoría de las huelgas que venimos sufriendo se producen en el sector público de los servicios, pone de relieve la débil representación sindical en el aparato productivo y el abuso que se comete frente un tipo de empresario acostumbrado a cargar su mala gestión -incluso en la negociación colectiva- a los presupuestos del Estado. Ésta actitud supone de hecho un olvido por parte de los sindicatos de la defensa del numeroso ejército de trabajadores desempleados y de la creciente masa de jubilados, condenados a la pérdida de poder adquisitivo de sus pensiones.
La comprensión de estos factores y la despolitización de algunas actitudes son necesarias si se quiere poner final a una etapa de conflictos como la que venimos viviendo. De otra manera, dadas sus características, amenaza también con dañar, a no muy largo plazo, la imagen de responsabilidad y madurez que el sindicalismo de clase español se ganó durante los últimos años del franquismo y el comienzo de la transición.
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