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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Carlos y Diana

LA VISITA oficial a España de los príncipes de Gales, herederos del trono del Reino Unido, un año después de que don Juan Carlos y doña Soria fueran recibidos en la Corte británica, cabe ser interpretada como el penúltimo gesto del ritual destinado a desatar el nudo de recelos mutuos entre ambas monarquías formado por el tiempo y las circunstancias a lo largo de muchos años. El gesto definitivo tendrá lugar probablemente en el otoño del año próximo, fecha prevista para la visita oficial de la reina Isabel II a nuestro país. Las complicaciones del ritual diplomático, especialmente cuando de casas reales se trata, y más si una de ellas es la del Reino Unido, explica este ritmo tan pausado, que además fue entorpecido en su día por quienes incluyeron a Gibraltar en el itinerario del viaje nupcial de los príncipes de Gales, en 1982.Por alguna razón, el Reino Unido cumplió durante años el papel de chivo expiatorio de las frustraciones más elementales del pueblo español. Existía, desde comienzos del siglo XVIII, el contencioso de Gibraltar, y los sectores más reaccionarios de la sociedad española explotaron a conciencia ese problema para enardecer un patriotismo de pacotilla. Pero tales incitaciones hallaban terreno abonado en amplios sectores de la población española, siempre dispuesta a depositar sus rencores sobre la pérfida Albión de la imaginería nacional. El poderío imperial del Reino Unido a lo largo del siglo XIX y gran parte del actual no era ajeno a esa elección. La elección de poderosos enemigos exteriores dispara el insaciable apetito narcisista de las comunidades. Cuanto más fuerte sea ese enemigo, mayor será la importancia de nuestra causa y más excelentes las razones de nuestra inquina.

De poco han servido, frente a tan agudos argumentos, los esfuerzos de tantos hispanistas británicos -profesión que casi se convirtió en paradigma de un estilo de vida- o el empeño puesto por los sectores ilustrados de nuestra sociedad por acabar con tan burda patraña. Sólo muy recientemente, coincidiendo con la restauración de la democracia en España y nuestro ingreso en la Europa comunitaria, la retórica nacional ha cedido ante requerimientos más razonables. Pero determinados sectores de la sociedad británica han hecho también cuanto estaba en sus manos por situarse en una posición simétrica en punto a estúpida xenofobia, y hoy es el día en que sigue siendo posible encontrar en la Prensa amarilla de Londres referencias al "carácter bárbaro y sanguinario del pueblo español" -a propósito, por ejemplo, de las corridas de toros- o invitaciones a los turistas a dejar de visitar "un país en el que los huelguistas golpean a los extranjeros que pretenden llevar ellos mismos sus maletas".

Las imágenes difundidas el verano pasado con ocasión de la visita del príncipe Carlos y lady Di al palacio de Marivent contribuyeron probablemente, más que cientos de discursos, a disolver la niebla que de manera más o menos interesada había sido aventada sobre las relaciones entre dos familias reales que, por lo demás, cuentan con ascendientes comunes. El problema de Gibraltar se hubiera quizá resuelto hace decenios de no existir, junto a otros factores de naturaleza más transitiva, ese sedimento de desconfianza psicológica entre ambos pueblos. Dada la actual situación jurídica de la colonia británica, todo lo que contribuya a perpetuar ese clima de recelo favorece el mantenimiento del estado actual, con la anacrónica presencia de los súbditos de Isabel II en Gibraltar. Por ello, la visita de los príncipes de Gales es satisfactoria desde el punto de vista de las relaciones entre dos de las monarquías más antiguas del continente. Pero es también política y diplomáticamente útil.

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