Kafka, en Buenos Aires
Juan Gelman es uno de los mejores poetas latinoamericanos de nuestro tiempo, y quienes han tenido el privilegio de entrar en contacto con su poesía inteligente y avara -pues ha publicado poco y en ediciones recónditas, no siempre al alcance, del gran público- saben que se adhiere profundamente a la memoria y crece con uno, enriqueciéndolo. Si la expresión "poesía social" quiere todavía decir algo -algo como poesía inmersa en la experiencia compartida, contaminada de actualidad y de vida problemática, poesía que es historia sin dejar de ser imaginación, que es a la vez grillo solitario y testimonio colectivo- ello se debe, sin duda, a que poetas como Juan Gelman han sido capaces de fundir ambos términos en un quehacer creativo, riguroso y original.Para la historia que voy a contar, el talento literario de Gelman no importa nada. Ella no sería mas triste ni menos absurda si, en vez de haberle ocurrido a él, le hubiera pasado a un argentino anónimo, uno de aquellos de esa masa humilde, sin nombre y sin gloria, de donde siempre salen las víctimas. Yo menciono aquí su poesia porque si esto le ha sucedido a él, que es conocido y tiene lectores que pueden, indignarse y protestar por él, ¿a cuántos hombres y mujeres sin voz y sin audiencia, les puede haber pasado algo semejante?, ¿y quién se indignará y protestará por ellos?.
Esta es la historia.
Gelman, que estuvo ligado a la izquierda peronista, debió expatriarse durante el Gobierno de Isabelita Perón, por las repetidas amenazas que recibió de la Triple A, la siniestra organización creada por López Rega, el célebre brujo, protegido y gurú de Perón, a quien hoy la democracia argentina se dispone a juzgar por sus abundantes fechorías. Algún tiempo después, en agosto de 1976, ya bajo la dictadura mililtar, un hijo de Gelman, de 20 años, y su esposa encinta, de 19, fueron secuestrados en Buenos Aires. Cuando yo era presidente del Pen Internacional, esta organización de escritores hizo infructuosas gestiones ante las autoridades argentinas para averiguar su paradero. Nunca obtuvimos siquiera un acuse de recibo para nuestras cartas y telegramas. Por testimonio de quienes fueron sus compañeros en distintos lugares de detención, se logró saber que habían sido duramente maltratados antes de ser asesinados. Nunca aparecieron sus restos: ellos son dos nombres más en ese censo dantesco de desaparecidos que elaboró la comisión presidida por Ernesto Sábato.
En 1978, el Vaticano hizo saber a Gelman que su nuera había dado a luz antes de morir. Pero no pudo conocer el destino del niño o niña nacido en estas circuristancias que, hasta ahora, sigue en el misterio. Desde luego, no se trata de algo excepcional. Es sabido que muchos hijos nacidos así, de madres asesinadas por la dictadura fueron confiados a familias de militares o de funcionarios del régimen, y que sólo una fracción de ellos han podido ser rescatados por los parientes legítimos.
En enero de 1977, Gelman, que vivía exiliado en Roma, fue uno de los fundadores del Movimiento Peronista Montoner (MPM), cuyo secretario general era Maño Eduardo Firmenich. Junto con Gelman, integraban el consejo superior de esa organización algunas personalidades intelectuales y políticas del exilio argentino, como el ex rector de la universidad de Buenos Aires doctor Rodolfo Puigross, el ex gobernador de la provincia de Buenos Aires doctor Óscar Bidegain y el ex gobernador de la provincia de Córdoba doctor Ricardo Obregón Cano.
Sobre la actuación de los montoneros argentinos, yo dije lo que pensaba de ellos en los años setenta, y quizá convenga que lo repita. ahora: que con su insensatez política, su demagogia y sus crimenes contribuyeron, acaso tanto como los militares, a la destrucción de la de mocracia y al baño de sangre del que fue víctima su país.
La vinculación de Gelman con el MPM duró menos de dos años. A finales de 1978, junto con un grupo de afiliados, Gelman rompió públicamente con los montoneros criticando su militarismo, fórmula eufemística que, en verdad, se refería a la práctica del terror. Esta dentincia, breve pero clara, apareció firmada por Juan Gelman y Rodolfo Galimberti, en Le Monde, en febrero de 1979.
El Partido Montonero, previsiblemente, los condenó a ambos a muerte (¡en el exilio!), de manera que, para entonces, se disputaban la cabeza de Gelman -quien trataba de sobrevivir en su destierro romano haciendo traducciones y redactando sueltos noticiosos- los dos polos fanáticos de la realidad política argentina: los torturadores y los terroristas. Nunca mejor dicho que en su caso aquello de que los extremos se tocan.
Hubiera cabido imaginar que al desaparecer la pesadilla general se eclipsarían también las pesadillas particulares y que, con el advenimiento de la legalidad y de la libertad a su país, las tribulaciones de Juan Gelman terminarían. Pero más bien se han complicado con un ingrediente de absurdidad kafkiana.
Porque hace apenas unas se manas, cuando se disponía a volver a Buenos Aires, Gelman fue informado que una orden de captura pendía sobre su cabeza. Una orden dictada en plena de mocracia, por un juez que, en 1985, le abrió un proceso por "asociación ilícita" -su militancia de 18 meses en el MPM-, ordenó su arresto y lo declaró en rebeldía. De manera que, técnicamente, Gelman es en la actualidad, para la República Argentina, un delincuente contumaz. Por eso, su exilio se prolonga y por eso escribo este artículo.
La superioridad de un régimen democrático sobre uno como el del general Pinochet o como el de Fidel Castro no se debe a que en él no se cometan errores y abusos, sino que, a diferencia de lo que sucede en una dictadura, en una sociedad libre ello se puede denunciar y, porio mismo, corregir a tiempo, antes de que pase a formar parte de la naturaleza de las cosas.
Desde que subió al poder -no, aún antes, desde su campaña electoral- he aplaudicdo la política de Alfonsín, que me ha parecido un modelo de sensatez en un país donde, por desgracia, ella ha sido una, flor más bien exótica en el jardín político. Creo que el equilibrio y la prudencia con que ha gobernado, en éste período tan difícil, han sido decisivos para que la transición del país de la dictadura a formas democráticas fuera posible. Y soy incluso de aquellos que ha entendido la razón de ser de la llamada "ley de punto final", que de hecho equivale a una amnistía para muchos asesinos y delincuentes. Porque no hay duda que un país no puede continuar indefinidamente tomando cuentas a su propio pasado sin poner en peligro su futuro. Y nada sería peor para Argentina que, por un exceso de celo, el régimen democrático, aún imperfecto y débil, como lo muestra el caso que refiero, se desplomara y se abriera una nueva era de prepotencia y de arbitrariedad.
Pero para durar, la democracia debe también perfeccionarse. Corregirse sin tregua, depurar sus instituciones y extender la libertad hasta convertirla en una costumbre de todos. De modo que historias como la de Juan Gelman se rectifiquen, no vuelvan a tener asiento en la realidad y sólo ocurran en la literatura, territorio donde, paradójicamente, los excesos pueden ser lícitos y las maldades bienhechoras.
Florencia, 8 de abril de 1987.
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