La ofensiva de las mil huelgas
LA MAREA de conflictos laborales y sociales que sacude en estas fechas a España culminó ayer con la paralización de los transportes públicos y una serie de manifestaciones en el centro de la capital del Estado.A la huelga de la sanidad pública, a los paros en casi todos los niveles de la enseñanza estatal y a la situación conflictiva en otros sectores productivos, como la construcción y el siderometalúrgico, han venido a sumarse, para desesperación de los usuarios, la huelga del Metro de Madrid y las de las grandes compañías del transporte: Renfe, Iberia, Aviaco y FEVE (Ferrocarriles de Vía Estrecha). El resultado en este último caso ha sido la imposibilidad de viajar de entre 350.000 y 500.000 ciudadanos y la alteración de los planes de desplazamiento de otro millón de ellos con vistas al disfrute de los días vacacionales de Semana Santa. Sean 200.000 u 800.000, según dice el Gobierno o afirman los sindicatos, los trabajadores que han participado en las huelgas de ayer, las incomodidades producidas al conjunto de la población no han podido resultar mayores ni más discutible la oportunidad y la racionalidad de estas protestas.
Toda esta agitación social -que previsiblemente volverá a reproducirse en plena Semana Santa- muestra su exuberancia en unos días en que decenas de miles de españoles se aprestan a descansar o acuden a visitar a sus familiares en sus lugares de origen; también es cuando el turismo extranjero aumenta su flujo hacia la Península. Por eso, si el perjuicio que esta situación produce a los usuarios -en absoluto responsables de la gestión de las empresas en huelga ni de la política por la que se protesta- es muy grave, no son desdeñables tampoco las pérdidas económicas que genera y que se vuelven nuevamente contra el ciudadano cuando paga sus impuestos a Hacienda y contribuye a cubrir los generosos déficit de las empresas públicas.
Según coinciden fuentes sindicales y empresariales, en los tres primeros meses del año en curso, el coste de las huelgas ha sido de unos 70.000 millones de pesetas, de los que las tres cuartas partes corresponden a empresas y servicios del sector público. Y es el español medio quien fundamentalmente paga, con ello, el deterioro de la situación. La racionalidad y la fe
Todo este ingente cúmulo de daños se produce cuando el hecho causante de los mismos, el tope salarial del 5% impuesto o recomendado por el Gobierno, se desmorona. El propio ministro de Economía, Carlos Solchaga, su defensor más ardiente, ha declarado que "nadie ha hecho un acto de fe en lo del 5%". Si esto es una rectificación, siquiera formal, del Gobierno ante la presión sindical, puede y debe tomarse como un acto de elogiable realismo antes que como una claudicación. Porque, evidentemente, dentro de las obligaciones del Gobierno entra la de fijar los grandes objetivos de la economía nacional y defenderlos ante los distintos agentes sociales y ante la opinión pública. Pero eso es una cosa y otra es entrar en la batalla que su política económica inevitablemente genera entre los distintos grupos, hasta tomar partido por uno de ellos.Parece verdad que, dada la incidencia que tienen los salarios sobre los costes de producción en la mayoría de los sectores, un aumento general del 7%, como los sindicatos piden, haría imposible el objetivo de una inflación del 5%. Otros factores, como el precio de las importaciones, especialmente el mercado de materias primas, tendrían que contribuir con su disminución a contrarrestar una subida salarial de ese nivel. Pero aún aceptando este razonamiento, sólo ahora el Gobierno y su ministro de Economía comienzan a demostrar una cierta flexibilidad que era necesaria desde el primer momento, y que habría paliado la pérdida de jornadas y su efecto negativo sobre la productividad.
Admitido este componente de torpeza por parte de la Administración, sería injusto ignorar que estas huelgas padecidas directamente por la sociedad española son también, en un alto porcentaje, políticas, y en general responden a un sentimiento más corporativista que de solidaridad. Por un lado, Comisiones Obreras y UGT parecen querer saldar así sus particulares y diferentes cuentas con el Gobierno. Por otro, sectores como el de la sanidad o el de la enseñanza son agitados desde ideologías contrapuestas, en ocasiones ancladas en la veneración al régimen franquista, y al hilo de los intereses concretos -y no siempre altruistas o comunitarios- de los cuerpos profesionales que los integran.
La mayor incidencia de las huelgas en las empresas públicas, en las que la gestión sigue siendo lamentable, la disciplina laboral poco eficiente y las gabelas históricas -en algunas de ellas- harto discutibles en términos de justicia distributiva, pone de relieve lo que decimos. La contemplación de centenares de médicos de la sanidad pública que huelgan y se manifiestan por la mañana y acuden por la tarde a sus consultas o clínicas privadas habla también a las claras de los motivos que promueven determinadas protestas.
Otro asunto es el del sector de los transportes públicos. España entera se encuentra con frecuencia convertida en rehén de los problemas de cuatro grandes compañías que intentan resolver sus diferencias internas, aunadas a problemas de deficiente gestión, sobre las espaldas de los indefensos ciudadanos.
A todo ello hay que añadir la intencionalidad sádica que revela la multiplicación de los efectos de los conflictos mediante la convergencia de los mismos en fechas en que más daño se pueda producir a la población, y mayor deterioro a los ingresos por turismo, esenciales para la economía de este país.
El resultado no puede ser peor para todos. No sólo lo que se pretendía salvaguardar con el mantenimiento a ultranza del 5% amenaza con evaporarse, y con creces, debido a los conflictos. La calle -y notablemente la calle de Madrid- es un hervidero y un caos desde hace meses. Y a escala nacional, la proliferación de secuestros de empresarios por parte de trabajadores descontentos, y hasta de motines populares como el de Reinosa, son datos que deben hacer pensar seriamente sobre el carácter crítico de uña situación que necesita respuestas políticas y no sólo lamentos.
El ciudadano español, disfrute o no de estos días de vacaciones, ha de deducir, en medio del caos, una idea neta. La impresión es que el diálogo entre la sociedad civil y el poder se ha deteriorado preocupantemente; tanto, como para desembocar en un conflicto que nadie cabalmente desea.
La irresponsabilidad de algunas movilizaciones se une a la irritante pasividad gubernamental en evitar los trastornos. Pasividad que, sin embargo, contrasta con la actividad desplegada a la hora de pretender dictar la política económica.
Ahora el Gobierno declara que hará,todo lo posible para impulsar las vías de negociación en los conflictos planteados. Ya dice el refrán que nunca es tarde si es buena la dicha. Por lo mismo, es de esperar de la dirección de los sindicatos, a veces debordada por la acción de grupos violentos y por el sentimiento corporativo de parte de sus afiliados, que regresen a la racionalidad en sus protestas.
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