La relación marroquí
SI HAY un caso en la gama variada de nuestras relaciones internacionales en el que España necesita una auténtica política nacional es el de Marruecos, como pone de manifiesto la serie de reportajes sobre esta cuestión publicados en este periódico los días 5, 6 y 7 del actual. Nuestra política exterior en relación con Marruecos se ha caracterizado por la confusión de los diversos departamentos ministeriales, que han tendido a ocuparse cada uno de los problemas que considera propios, sin una visión de conjunto y sin la debida coordinación.Ahora se acerca una fecha clave. El acuerdo de pesca vigente caduca el próximo mes de agosto, y hay que evitar que se repitan experiencias negativas del pasado. En varios casos, como en 1981 y 1983, la prohibición brusca de la entrada de los barcos españoles en aguas marroquíes creó situaciones gravísimas en numerosos puertos españoles, y el Gobierno marroquí utilizó esa circunstancia para obtener condiciones más ventajosas en la negociación del acuerdo pesquero. No es un método adecuado entre dos países que desean tener relaciones amistosas, y este año Rabat cometería un grave error si pensase que va a poder repetir el mismo sistema de presión. Un cambio objetivo importante se ha producido con el ingreso de España en la Comunidad Europea (CE). El problema ya no es bilateral, y a la CE le corresponderá firmar el próximo acuerdo pesquero. Para Marruecos, las relaciones económicas con la CE son decisivas, y no parece lógico que le interese extremar las tensiones.
España, como miembro de la CE, asumirá nuevas obligaciones, como la de aceptar el tránsito de agrios por su territorio. Al dar satisfacción a Marruecos en ese punto, España da una muestra clara de buena voluntad. Igualmente nuestra política ha sido generosa en materia de ayudas y créditos blandos, si bien, por razones diversas, éstos han servido de manera excesiva para suministros de armamentos, en detrimento de una utilización más enfocada al desarrollo. Pero la cuantía misma de los créditos españoles desmiente la idea, expresada por un ministro de Rabat, de que pueda existir un deseo de "desestabilizar" la situación interior del reino magrebí. La política española tiene una orientación exactamente contraria.
Partiendo de que son prioritarios nuestros intereses comunes, las diferencias políticas, incluso serias, tendrán que encontrar, tarde o temprano, soluciones concertadas. En la cuestión de Ceuta y Melilla, el enfoque adoptado recientemente por Rabat acentúa las diferencias. Existen dificultades para que una discusión pública ahora sobre esa cuestión espinosa sea fructífera; hay rasgos en la coyuntura internacional de España que aconsejan bloquear el problema, lo que no significa desconocer su existencia. En todo caso, el Gobierno español debe considerar, por su parte, si estamos en el momento más adecuado para plantaer la cuestión de los estatutos de autonomía, que nunca han revestido urgencia. Lo conveniente es enfriar la polémica.
Cobra, en cambio, valor la coincidencia de las políticas de España y Marruecos sobre grandes problemas internacionales, como la seguridad en el Mediterráneo y el Oriente Próximo. (Una conferencia internacional sobre este asunto es apoyada hoy tanto en el mundo árabe como en Europa, e incluso en Israel.) En definitiva, pese al contencioso puntual sobre las plazas españolas en África hay numerosas razones para potenciar un entendimiento entre Rabat y Madrid. Existen síntomas de que el monarca marroquí quiere efectivamente serenar los ánimos y evitar que los sucesos recientes en Melilla envenenen la situación. La posición española es coincidente en todo con esta tesis. Lo que se trata, entonces, es de remover los obstáculos, y también las personas que han trabajado en sentido contrario. 0 sea, remediar las torpezas y hacer buena por una vez la promesa del presidente del Gobierno de que los ineptos cesarían en sus cargos. En el caso de las relaciones con Marruecos, cuando se decida esto la lista amenaza con ser interminable.
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