En la pendiente
Stallone había conseguido encarnar los fantasmas de una sociedad a través de dos de sus personajes, Rocky y Rambo, a los que Regó a referirse el presidente Reagan en sus discursos para ejemplificar el nuevo entusiasmo moral que recorría el país. Cuando rodó El Cobra ya quedó clara que el mito daba muestras evidentes de cansancio, que el personaje estaba siendo sustituido por su imagen; el actor, por el robot; el facha, por el chulo. En Yo, el halcón, el proceso de decadencia se completa. El fornido Stallone ya no se dispone a ganar él solo la guerra de Vietnam 15 años después, ni aspira a proclamarse campeón mundial de los grandes pesos después de dejar tendido en el ring a un gladiador soviético, ni tan sólo pretende ser el policía más duro e incorruptible. No, ahora su musculatura ha de servirle para recuperar la admiración de su hijo, que espera de su papá, camionero separado, un triunfo clamoroso en la competición de pulso que organizan los bares de barriada.Stallone se nos ha humanizado y ha perdido dimensión mítica. Pero ese bajarse del pedestal no va acompañado de un nuevo tipo de interpretación o realización. El resultado es patético. En Yo, el halcón, el hijo llega a verbalizar que "no quiere tener a un perdedor de padre", para vergüenza de los guionistas hollywoodienses que habían hecho del loser su tema, y Menahem Golan -cuando Rambo-Rocky es comprado por la Cannon hay que temer lo peor- demuestra que es capaz de servirse de la misma música y recursos de montaje tanto para una pelea a puñetazos como para un concurso de pulso o para una partida de parchís.
Yo, el halcón
Director: Menahem Golan. Intérpretes: Sylvester Stallone Susan Blakely. Estados Unidos, 1987. Estreno en cines Callao, Carlos III, Liceo, Regio y Victoria.
Babelia
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