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Plaza mayor

Con la cuarta edición de la Cumbre Flamenca, Madrid vuelve a hacer ostensibles sus derechos y obligaciones para con el raro arte gitano-andaluz, cuyo vasto espectro cultural dejó y deja huella en las artes de España y en muchos otros países. Felizmente superadas la ignorancia o la mala fe que, a favor también de una etapa de decadencia, proponían una tosca, falsa o despectiva imagen del flamenco, los trabajos de foleloristas y escritores, recopiladores y estudiosos situados en muy distintos campos de la cultura, han contribuido a repristinar los valores del flamenco, y la Administración y la afición se empeñan en mostrarlos mediante estas periódicas Cumbres.Por razones de las que nunca anduvo lejos el centralismo, Madrid es, pese a su situación geográfica, una de las ciudades potenciadoras y proyectoras de este arte, que tiene como mecas clásicas a Sevilla, Cádiz y Jerez de la Frontera, pero cuyo abanico creativo abarca toda Andalucía, con cabos y rabos en tierras murcianas y extremeñas, así como en la Villa y Corte.

Desde su comienzo, las Cumbres Flamencas, que se extienden a otras ciudades de España y Latinoamérica (en Buenos Aires fui testigo personal de su éxito hace algo más de un año), han apuntado a un doble y atinado objetivo pragmático y teórico. Por un lado, las manifestaciones y disfrutes directos del cante, el baile y el toque en sus rasgos más tradicionales, así como en los renovadores, y, por otra parte, una labor de análisis desenvuelta en sesiones de información, discusión y conocimiento sociohistórico dignos de un arte con muy probables precedentes en la edad antigua y con tales y sucesivos ascendientes, a lo largo de los siglos, que hacen también del flamenco un verdadero reflejo, parcial pero amplio, de la historia popular de nuestro país. Cierto que, tal como hoy entendemos la expresión, de arte flamenco no se puede hablar sino desde la segunda mitad del XVIII; es en el siglo de las luces cuando fragua. Pero sus palmarios ingredientes de otras épocas bien distantes le confieren una complejidad y una riqueza que sólo en las últimas décadas empieza a entreverse con cierta claridad.

El generoso, apretado calendario de las Cumbres Flamencas, no hace más que poner de relieve esos significados. Y el muy heterogéneo público que, en un Madrid hidrópico hoy de vida cultural, atiende con entusiasmo a sus celebraciones y llena los grandes o pequeños locales donde sus veladas se anuncian, es una prueba incontestable del amoroso interés con que se acoge la presencia viva y la preservación del arte que encandilara en su día a Grinka y Falla, a Debussy, Rilke o García Lorca, a Sergent, a Viola o a Picasso

Los antiguos ritos y contenidos del flamenco han abierto otra vez sus puertas en Madrid como, menos resonantemente, las abren todo el año y en las geografías más insospechadas a través de festivales, ediciones, concursos, peñas o seminarios. Porque la Cumbre es cumbre -no lo olvidemos- de todo un mundo mucho más extenso e incesante.

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