La luminosidad de un fracaso
Sobre Azaña ha caído toda clase de juicios que tienden a descalificarle en bloque. Maura le acusó de haber secuestrado el poder, mientras Gil Robles le tachaba de tirano y los anarcosindicalistas veían en su figura a un implacable represor. Alcalá Zamora le suponía un alma enrevesada, y Ortega llegó a escribir de él, sin nombrarle, que no era republicano.Conectado con ese juicio se ha colado otro que reaparece de forma intermitente pero constante. Azaña, se viene a decir, es una pieza de museo, paradigma de la del intelectual -frustrado por más señas-, que se mete en política con el propósito de compensar por esa vía su mediocre calidad literaria. Precisamente, su apego al poder, su proclividad a la tiranía, su intransigencia con curas y militares, tendrían alguna relación con su condición de oscuro funcionario, de frustrado escritor, tan propia de tiempos definitivamente pasados.
Rebatir esos juicios es inútil, además de innecesario. Inútil, porque hay en la personalidad de Azaña maldades suficientes para apoyar en ellas esas y otras acusaciones. Innecesario, porque el mismo Azaña habría acogido con una sonrisa la acusación. "Venimos", dijo en una ocasión, "en el siglo XX, a luchar por la libertad conquistada en el siglo XIX y en el siglo XX perdida". Pero era además decimonónico por la profunda melancolía de su visión de España. Lo que pasa con Azaña es que, procediendo de la cultura política del XIX, se puso a la cabeza del republicanismo y lo convirtió en un poderoso movimiento popular del siglo XX.
Racionalidad histórica
Azaña enterró así para siempre el republicanismo decimonónico porque situó al sujeto de la revolución española -que él llamaba pueblo- y al pacto que lo articulaba políticamente en una a la que iba prendido un compromiso político. Estaba convencido de que la tarea que les aguardaba pertenecía a un tiempo que en Francia o el Reino Unido era ya pasado: afirmar la soberanía nacional, instaurar un Parlamento, legislar para cambiar relaciones sociales, utilizar al Estado como instrumento para la refacción de la sociedad. Realizar esa misma tarea en España, avanzado ya el siglo XX, sólo sería posible si la clase obrera quedaba integrada en la obra de Gobierno.
La primera originalidad de Azaña fue mantenerse fiel a ese lenguaje y a esta estrategia. Nadie se lo perdonó. Azaña siempre se negó a convertir el Estado en "un botín, un escenario, un asilo de amigos y compadres". Por otra parte, renunció a convertirse en líder carismático. Hablaba a la multitud, según observó con finura Buckley, como si tuviera delante a una asamblea de socios del Rotary Club. Pensaba que el pueblo debía apagar las luces del espectáculo, rebajar su entusiasmo y volver al trabajo. Liquidó así juntamente el amiguismo y el caudillismo, y colocó en el centro de la política al Parlamento.
Lenguaje de la revolución, integración de la clase obrera en la obra de Gobierno, opción por el Parlamento como instrumento de transformación social: todo esto era seguramente demasiado para aquellos republicanos. Azaña se mantuvo en el Gobierno mientras contó con mayoría parlamentaria y con la confianza presidencial. Con ambas, realizó una obra que Ángel Ossorio daba por seguro que la "historia mirará con asombro". Eran, en efecto, cosas hondas: reforma militar, reforma agraria, Estatuto de Cataluña, legislación laboral, ley de Congregaciones...
Azaña pretendió convertir la revolución política que había dado origen a la República en una transformación radical de la sociedad. Ahí, en ese empeño, es donde aparece Azaña como hombre de otro tiempo o lugar, o quizá como hombre sin tiempo ni lugar. Porque negando la vieja política no fue tampoco capaz de crear un fuerte partido político. Emprendió así una tarea ciertamente honda, que habría exigido concentrar en sus manos por algún tiempo todo el poder, sin disponer de ninguna organización de poder capaz de ejecutarla. Su objetivo fue el más duro de los posibles -transformar la sociedad-, pero su instrumento era el más débil de todo el sistema político español, el Parlamento.
No fue, por tanto, una intransigencia doctrinaria que camuflaba un ansia de poder lo que convirtió a Azaña en ese supuesto persoriaje decimonónico. Lo que hace de Azaña un personaje de otro tiempo es exactamente lo contrario, su fragilidad, o, más bien, la raíz de esa fragilidad: su empeño de llevar adelante un proyecto que revolucionaba la constitución del Estado y la sociedad española, valiéndose de un Parlamento como único asiento de poder.
Fragilidad
Paradójicamente, esa profunda fragilidad de Azaña es lo que le acerca también de forma extraordinaria a nuestro tiempo. Porque de Azaña puede deslumbrar todavía y siempre su lenguaje político, la perfecta adecuación entre pensamiento y palabra, la consistencia de su proyecto, la habilidad para coligar fuerzas dispares, las punzantes observaciones sobre todo lo que le rodea, el estilo de hacer política, su firmeza y fidelidad.
Pero lo que fascina irremediablemente del personaje, lo que levanta aún atracción y repudio, es que Azaña concentró todo su poder en la cabeza, dejando así frágiles y desamparadas sus manos. No hay quizá en muestra historia un fracaso tan luminoso ni, por tanto, un político que despierte tanta pasión: tal es su vigencia.
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