El síndrome de castración
Tres años después de la publicación de un copioso dossier que proclamaba el ocaso de la revolución sexual occidental, la revista Time nos ha ofrecido ahora otro copioso dossier, titulado El gran escalofrío, dedicado a los riesgos con que el SIDA amenaza a los ciudadanos heterosexuales. En la entrega de hace tres años, los analistas de Time identificaban dos razones para explicar la deslegitimación del libertinaje sexual en nuestra cultura: la crisis económica y el miedo al herpes genital (dediqué a este tema un comentario en EL PAÍS del 4 de marzo de 1985). La entrega actual sobre el SIDA avanza decididamente en la cruzada en favor de la disciplina sexual y revela un alarmado estado de opinión mayoritario en la población blanca y anglosajona, pese a que las comunidades más afectadas allí por el SIDA son la negra y la hispana. Este estado de opinión contrasta con el orgullo SIDA que exhiben algunos travestidos de Brasil, en actitud similar a la del chulo que, en otras épocas, contraía por solidaridad y autoafirmación la sífilis que padecía su protegida, uniendo así sus dos destinos.No es mi intención la de subestimar el peligro real que supone la propagación social del SIDA, que en los países de África central está alcanzando el grado de verdadera pandemia. Pero querría analizar algunas consecuencias socioculturales relevantes que la plaga del siglo está produciendo en el imaginario colectivo occidental. La primera, claro está, es la de reactualizar y extender el complejo de castración que Freud descubrió en 1908, analizando el caso del pequeño Hans, y que explicó como el temor infantil a la castración, como realización de una amenaza paterna en respuesta a sus actividades sexuales y generadora de una intensa angustia. En realidad, las presiones de la moral judeocristiana, reforzada por las amenazas venéreas, se habían constituido desde hace siglos en un superego social que cumplía colectivamente aquella función punitiva paterna en todos los ciudadanos varones occidentales. Por eso, la sexualidad ha tenido en Occidente (no en algunas culturas asiáticas, en cambio) una función transgresora. Y por eso un segmento tan importante de las sátiras populares en nuestra cultura ha girado en tomo al recurrente tema de la desvirilización del macho, presente tanto en los comics festivos como en las comedias de Howard Hawks y con actores ejemplares como Cary Grant.
No es casual constatar que las family strips (tiras de comics basadas en sátiras familiares) se convirtieron ya antes de la I Guerra Mundial en el género m as popular de la literatura dibujada, sobre todo tras el éxito de Bringing up father (1913), la primera serie americana que conquistó la difusión mundial. En esta tira, protagonizada por un rudo inmigrante irlandés enriquecido por la lotería, y por su tiránica esposa, que había trabajado como planchadora, se consolidó el modelo festivo de las vicisitudes domésticas, de las que un elemento primordial era el carácter autoritario y dominante de la esposa, rasgo típico del matriarcado estadounidense, que será constante en casi todas las tiras adscritas al género, al presentar a los maridos con connotaciones de humillante desvirilización, víctimas de una castración simbólica. Este rasgo tan persistente pudo resultar funcional para que los maridos se reconociesen cómo víctimas, en unas obras inventadas por dibujantes masculinos, a la vez que satisfacían las fantasías de las esposas frustradas. Si Bringing up father fue la primera tira de comics que alcanzó difusión mundial, otra tira de tema familiar, Blondie (1930), de Chic Yung, y en la que el hombre volvería a asumir el papel de víctima conyugal, sería la de mayor difusión planetaria, corroborando el interés universal hacia el temario doméstico y conyugal.
La desvirilización del macho, ofrecida en clave de sátira por las industrias culturales, tenía su contrapartida práctica y fáctica en la moral sexual que hacía del hombre el depredador erótico, y de la mujer, la presa. En mi juventud, cuando el severo superego franquista distorsionaba estos planteamientos de libre mercado erótico, quedaba para los varones el consuelo de la prostitución y la cautela de los productos antiblenorrágicos. En esta época que evoco, el antiblenorrágico más popular en España se llamaba Blenocol, y en su hoja de instrucciones desautorizaba al clásico preservativo de caucho, calificándolo como coraza contra el placer y tela de araña contra la enfermedad. El tiempo y el SIDA acabarían por vengarse cruelmente de este aforismo. Es éste el lugar para recordar, aunque venga un poco forzado, que cuando en 1936, en plena guerra civil, Jaume MiravitIles y André Cayatte vieron en un prostibulo barcelonés un cartel de propaganda de las Konsomol soviéticas creyeron que se trataba de un anuncio de un producto antiblenorrágico.
El caso es que el proceso de castración simbólica desencadenado en la cultura occidental desde el año 313 (fecha del edicto de Milán, que impuso el cristianismo como religión oficial por la fuerza de las armas) ha acabado por culminar en la apología del preservativo, que parece que en algún telefilme norteamericano, por fin, se han atrevido a llamarle por su nombre vulgar y chabacano; es decir, condón. El preservativo nos invita a hacer el amor con funda, a estar en contacto genital sin estarlo, a consumar el acto sin consumarlo. Nos invita, en una palabra, a institucionalizar un simulacro más en nuestra densa cultura del simulacro, como lo son la flor de plástico, la sacarina o el guaflex.
El gran debate de los ejecutivos de la televisión norteamericana en esta temporada se centra en la admisibilidad de la publicidad de condones en la pequeña pantalla. Las batallas publicitarias de los cigarrillos y de los licores habrán sido un juego de niños comparadas con este dramático dilema inducido por la peste del siglo. Los puritanos temen la obvia pregunta del niño ante el anuncio: "Mamá, ¿para qué sirve?". Y los más puritanos todavía piensan que hacer propaganda de condones alienta el libertinaje sexual, en vez de frenarlo. Pero mientras tan grave tema se dirime, el síndrome de castración ha dado un nuevo paso de gigante en el imaginario de nuestra cultura judeocristiana.
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