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¿Todavía?

Más de una vez he dicho que entre las palabras clave para entender el sentir común de la generación del 98 acaso el adverbio todavía sea la preferible. Fue probablemente Antonio Machado el primero en descubrir el secreto y tornasolado dulzor que tiene esa palabra cuando se ve desde el brío de la juventud. No sólo en su tan conocido "hoy es siempre todavía"; también cuando explica la razón de su amor de poeta a la rima del romance castellano y cuando proclama los preceptos cardinales de su gramática lírica. Pero duda fue Unamuno -léase el poema Todavía de su Cancionero- quien con mayor vehemencia cantó, la razón vital de esa acogedora y bifronte palabra.Bifronte es, en efecto, porque dos frentes o dos caras tiene su sentido: una tocante a lo subjetivo de la vida, a la conciencia biográfica de uno mismo, y otra orientada hacia lo objetivo de ella, hacia la inserción de la propia persona en la sociedad y en la historia. El todavía autobiográfico dice: "Sigo existiendo y aun puedo hacer algo". Recuerdo ahora un parrafito de Dámaso Alonso en cierto ya añejo prólogo, que más o menos sonaba así: "Me pasade la vida diciendo: Dámaso bruto, Dámaso montoncito de estiércol. Pero aún...". El todavía histórico de la generación del 98 declaraba, con versos de don Antono: "Mi país es viejo y a veces parece gastado; pero ni el mañana ni el ayer están escritos. ¡España quiere surgir, brotar, toda una España empieza!".

Desde que se inició mi tercera edad estoy viviendo en todavía biográfico. Cuantas veces puedo hacerlo, me instalo en mi mesa de trabajo, tomo el cabo suelto de lo que será, si mi cuerpo aguanta, el libro en que ahora estoy inetido, y siento que desde las del alma algo me dice sin palabras: "Todavía puedes". Sé muy bien que la publicación de ese posible libro no alterará lo más mínimo el curso de la historía cle los hombres; incluso los que me son más próximos, todos seguirán pensando y haciendo su vida como hasta entonces, pero el libro será mío, mío, y por serio, ya que no a la vida de los demás, dará sentido a la mía. Aunque luego no acabe de gustarme lo que resulte de mi esfuerzo. Un inválido de guerra ante el cual se rebaja la importancia de la acción militar en que le habían herido, replicaba: "Para mí, Waterloo". Al otro extremo, los autores de los libros que no serán El Quijote ni la Crítica de la razón pura nos decimos a nosotros mismos cuando como nuestros los vemos: "Para mí, Austerlitz". Todavía puedes escribir libros que para ti sean Austerlitz, me dice mi todavía biográfico y subjetivo.

Por otro lado, el, todavía histórico en que desde hace muchos años me ha tocado vivir; acaso desde que el mes de octubre de 1934 me hizo sentir, bajo la engañosa calma de 1935, la quiebra del proyecto político de la República de 1931; cada vez de modo más claro desde que se me hizo patente la radical incapacidad de lo vencedores de 1939 para poner la vida de España en el nivel a que la historia universal había llegado en la segunda mitad de nuestro siglo. Todavía España me he dicho una y otra y vez, puede ser el país fiel a sí mismo y fiel a este tiempo que con Ortega y Marañón a su cabeza había proyectado la generación histórica de mis padres. Todavía es posible una España en la cual, actualizando lo mejor de nuestra historia, simultáneamente se desarrollen y mutuamente se fecunden las tres más prometedoras puntas de vanguardia de nuestra reciente marcha hacia el futuro: la comunidad intelectual, el movimiento obrero y la voluntad de vida nueva operante en el seno de los autonomismos. Todavía iba a ser eltítulo de la revista que Dioniso Ridruejo y yo proyectamos y nunca llegó a ver la luz.

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No es precisa la mirada de un lince para descubrir el nervio de esperanza que lleva en su entraña ese agridulce adverbio. Decían los antiguos que la juventud es la edad de la esperanza y la vejez la edad del recuerdo: el joven espera mucho, aunquea veces parezca desesperarse, y recuerda poco; el viejo recuerda mucho y apenas espera. Verdad inconclusa cuando se trata de la esperanza biográfica; tesis más que cuestionable cuando se habla de la esperanza histórica. Quien, como los viejos prematuros del 98, -¿a qué edad empezaron a sentirse viejos Antonio Machado y Miguel de Unamuno?-, vive instalado en el todavía ése no ha abdicado de la esperanza histórica, no ha caído en la desesperanza. Cualesquiera que hayan sido las vicisitudes, terribles a veces, que la vida de España les deparó en la segunda mitad de la suya, con esperanza histérica murieron los hombres más representativos de las dos primeras generaciones españolas del siglo XX.

Para viejos y jóvenes ¿cabe hoy tal esperanza? Más allá de lo que ocasional y tácticamente digamos, ¿es hoy posible esperar una España en la cual satisfactoriamente -ejemplarmente, decía Ortega- se aúnen la libertad civil, la justicia social, la convivencia pacífica, la eficaela y la calidad? Entre nosotros ¿sigue teniendo vigencia íntima, no sólo vigencia retórica, un todavía de nuestra vida en la historia?

Sépalo él o no lo sepa, el que responsablemente dice todavía está distinguiendo en su alma dos conceptos netamente distintos entre si, aunque muchos los confundan: el optimisimo y la esperanza. Es el optimismo la tácita o expresa creencia en que lo niejor viene por sí mismo; esto es, porque a través de bienandanzas y malandanzas así lo dispone la rnarcha natural de las cosas. Como lo mejor de lo posible veía el optimista Leibniz la realidad del mundo. La esperanza, en cambio, supone condición y exige esfuerzo. Con palabras o sin ellas, el esperanzado se dice a sí mismo: "Sólo si son cumplidas tales y tales condiciones, y sólo si con inteligencia, y esfuerzo sé yo aprovecharlas, sólo así podré esperar con alguna confianza el logro de lo que me propongo". Pues bien: con esta necesaria salvedad, al margen, por tanto, del optimismo y el pesimismo, a esta visión del todavía histórico me atengo -más precisamente, me agarro- en el diario recordar y esperar de mi vejez.

Hizo notar Ortega que en España a las esperanzas se las abriga -"abrigo la esperanza de que...", dice nuestro pueblo-, de puro débiles y quebradizas que son. Y movido por ese curioso nervio de nuestro habla coloquial, escribía años más tarde: "¿Por que el español no prueba a adoptar una actitud radicalmente distinta y ensaya someter su vida al tratamiento de la esperanza. Esperanza, añado yo, nunca optimista, siempre condicionada. En ella vivo desde hace más de 50 años y con ella quiero morir.

Condición esencial, no siempre bien cumplida, para la pervivencia de mi terca y abrigada esperanza: que el Estado y la sociedad se propongan en serio la reforma de nuestra vida pública y que tenazmente acome an año tras año el empeño de lograrla. Más precisamente: que nuestra sociedad y nuestro Estado de veras quieran y no sólo deseen o digan querer que la Administración y la justicia funcionen con diligencia; que el paro vaya disminuyendo a ojos vistas; que el horizonte laboral de la juventud mueva más a la esperanza que a la desesperación o a la desesperanza; que llegue pronto a la cifra deseable el tanto por ciento de la renta nacional dedicado a la enseñanza y a la ciencia; que desaparezca de raíz la posibilidad de un golpe de Estado; que los bienes materiales y culturales sean repartidos con creciente justicias; que, sacando fuerzas de flaqueza, la Universidad reconquiste la ambición; que la animó entre 1900 y 1936, que movida y cultura no sean términos sinónimos que nuestras industrias sean de veras competitivas y nuestras estadísticas fiables; que se vea como cosea deseable el hábito de bien hablar; que tan sólo una insignificante minoría de catalanes, vascos y gallegos se resita a sentir y usar como suyo el idioma común de todos los españoles; que...

Sólo si veo cumplidas estas condiciones, sólo así mi todavía histórico podrá ser, sin ironía y sin amargura, el que antaño proclarnaron dos versos del más citado que seguido Antonio Machado: "El Hoy que será Mañana / del Ayer que es Todavía". Así, como él los escribió: hoy, mañana, ayer y todavía, con exigentes mayúsculas.

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