Las réplicas de Felipe
COMO CIERTOS entrenadores de fútbol que reservan sus mejores armas para el segundo tiempo, el presidente del Gobierno guardó para el final del debate sobre el estado de la nación sus más convincentes argumentos y sus quiebros más brillantes. Ayer aprovechó su turno de respuesta a las intervenciones de los grupos minoritarios para recuperar el aliento que le faltó la víspera. En pocas ocasiones alzó la voz más de lo imprescindible, se mostró más respetuoso con sus adversarios y Consiguió que pasasen inadvertidos sus silencios sobre cuestiones en las que no se sentía suficientemente seguro, como la de Melilla o la de los errores a cargo del Ministerio del Interior.Su discurso de apertura, el martes, tuvo el mérito de la concreción, pero careció de ese toque de agudeza y sinceridad que caracterizaron sus intervenciones en la oposición. Tuvo entonces que hacer tal esfuerzo por evitar su tendencia al triunfalismo que se despeñó por la pendiente del desdén, con el resultado de irritar doblemente. Y, en especial, a quienes siguieron el debate por televisión y fueron testigos del acompañamiento de gestos despreciativos con que los ministros desde el banco azul acogían las intervenciones de los parlamentarios de la oposición. Gestos despectivos que se trocaban en semblantes de inusitada aplicación cuando González hablaba, tal como haría un conjunto de buenos discípulos ante a las reconvenciones del padre prefecto.
Corrigiendo la dirección del arco, el presidente puso en evidencia, con mejor tino que la víspera, las contradicciones en que había caído la oposición. Es cierto que jugó con ventaja al mezclar críticas de muy diverso origen -descubriendo con ello el sentido de su opción por la respuesta global-, pero no lo es menos que las debilidades de esas críticas favorecieron su estrategia. El esfuerzo del portavoz aliancista, Arturo García Tizón, por encontrar un diapasón distinto al marcado por Fraga en los últimos años le llevó a erigirse en abanderado de reivindicaciones incompatibles con el mensaje de la ideología liberal-conservadora. En las réplicas, ya sin libreto, perdió el rumbo y se enredó en demagogias de listillo de casino pueblerino, aderezadas con no pocos aspavientos de la misma tipología costumbrista.
Alzaga, más bregado y con una idea más cabal de la vida política española, hizo lo que antes solía denominarse "una crítica constructiva", pero, como la víspera Adolfo Suárez, careció de ese poder de con vicción de quien cree tener alternativas practicables a lo criticado. Su pregunta, sobre el nombramiento de Dudú quedó sin respuesta.
Sí la tuvieron, en cambio, las cuestiones planteadas por Anasagasti, del PNV, sobre las circunscripciones electorales para las elecciones europeas (se comprometió a asumir la fórmula que. resultase de un eventual acuerdo de la oposición al respecto), así como las dudas expresadas por Gerardo Iglesias respecto a la política económica del Gobierno, por una parte, y de Defensa y Seguridad, por otra.
Con independencia de que queden otros aspectos dignos de comentario, resulta difícil de comprender, dado el desarrollo del debate, esa reserva del presidente del Gobierno a explicar en el Parlamento las cuestiones que preocupan a la sociedad española. La revitalización de la vida parlamentaria será casi imposible sin la modificación del reglamento de la Cámara y la reforma de la ley Electoral. Por lo demás, constituye el único camino para que Felipe González no tenga que volver a escuchar que está desconectado de los llamados temas de la callle.
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