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Tribuna:LA TEMPORADA DE ÓPERA DE MADRID
Tribuna
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El 'Mefistofele' de Boito

Otros Mefistófeles, convocados con más frecuencia que el de Arrigo Boito, resultan más respetuosos. El de Gounod es un amigo abnegado, no deja de tener mérito aguantar durante tiempo a un Fausto tan sentimental, tan indeciso. El de Berlioz es un cochero que no duerme nunca; Fausto, viajero infatigable, fatigoso y precipitado, no le da ocasión. Las palabras y la música de Boito tienen algo más de 100 años (la primera versión se estrenó en 1868; la segunda, en 1975), y parecen de rigurosa actualidad.Para cualquier inauguración (en esta época desilusionada y un poco demasiado fría), nada mejor que la defensa, defensa apasionada, que acomete Mefistófeles, el Mefistofele de Boito, de la ruina. Quien siga creyendo que la ópera es un lugar protegido del exterior, a salvo, donde lo que antes se entendía por pasiones se guardan en vasijas provistas de conservantes, conviene que busque otro refugio. La ópera ya no ofrece cobijo. Anima, con Mefistófeles, a la ruina. La ruina que serpentea en los acontecimientos, en los discursos, en las fechas memorables. Hoy las alegrías son oficiales. El Estado se congratula y lanza una lluvia de júbilo sobre los ciudadanos; la satisfacción estatal está impresa en papel malo.

La afición, muy razonable, de Mefistófeles por la ruina tiene su origen en sus charlas con Dios. Él mismo lo explica de un modo muy convincente: "De cuando en cuando, me resulta grato venir a ver al Viejo"; y apostilla: "Es bonito oír al Eterno hablar, tan humanamente, con el diablo".

Se nos ha hecho creer que el hombre se debate entre dos palabras escuetas y evocadoras, el Bien y el Mal. Vemos aquí que no es el Bien ni el Mal lo que preocupa a Fausto. A Fausto le interesan los paisajes. Tiende a detenerse para contemplar, en un recodo o ribazo, cómo el sol se oculta o asoma. Tal afición por crepúsculos y amaneceres no viene sólo del gusto por la belleza ni de un carácter proclive a la distracción, sino de una angustia más perdonable.

Fausto es un egoísta redomado que, nunca mejor dicho, no se casa con Dios ni con el Diablo, que destruye a Margarita y que, en un cuarto acto de alegre demencia, conoce una noche de Walpurgis nada menos que a Elena de Troya y "se va a vivir con ella" una temporada.

Mefistofele, quizá por su penosa condición de inmortal, se enfurece, y se dispone a legarnos su tercera lección, la más importante.

¿Qué puede hacerse en este mundo de hoy donde reina no el bien, ni mucho menos el mal, sino la mediocridad, convertida en diosa excelsa, en fetiche embadurnado de purpurina, en relumbre oficial, en papanatismo ciudadano? Cuando el cielo es un recinto excesivamente iluminado donde los arcángeles sirven platos típicos y el infierno una rareza desangelada con su gran horno mudo por falta de combustible, ¿qué actitud conviene tomar? El margen de maniobra es pequeño.

El cielo hace trampas. Ya puede portarse fatal el hombre Fausto, que el Señor, al final de su vida, le admite en el cielo a escuchar música celestial gracias tan sólo al temblor del arrepentimiento. Así no hay manera de construir, de destruir nada eficazmente. Toda tarea necesita tiempo, y la ruina, famosa por su parsimonia, más. "Dios destruye la obra del mal con su bobo perdón", se queja Mefistofele, al ver que el alma de Fausto se le escapa de las manos. Fausto hace trampas. Modelo de una raza tramposa por naturaleza, engaña a Dios y al Diablo; traiciona también, lo que es quizá peor, a sí mismo. ¿Que se arrepiente? ¡Qué se va a arrepentir! Lo que el Señor ha tomado por contrita agitación no es más que un repelús, un escalofrío, producido no se sabe si por la piedra de la tumba o por el himno de los querubines.

Mefistofele, que no hace trampas, que es un intelectual riguroso, sólo puede hacer tres cosas. Puede reírse a carcajadas. De la falta de oído del Señor, del encanallamiento de Fausto, de la falsa ingenuidad de Margarita (que envenena a su madre simulando creer que le procura agua de azahar), del entusiasmo de los coros, de lo mal que le sale todo.

Puede silbar. Boito, un músico tan aislado, tan bellamente insolidario como su Mefistofele, introduce el silbido en la partitura como expresión óptima de la mueca.

Puede decir "no". Una sílaba sencilla, dificilísima de pronunciar en los tiempos que corren. Una sílaba diabólica, mefistofélica, única esperanza de la temporada de ópera que se inicia ahora en la capital.

Álvaro del Ámo es dramaturgo, escritor y crítico de música.

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