¿Y Torres Quevedo?
"La denominación de autómata se aplica con frecuencia a una máquina que imita la apariencia y los movimientos de un hombre o de un animal. Hay otro tipo de autómatas que ofrecen un interés bastante mayor: los que imitan, no ya los simples gestos, sino los actos díscursivos del hombre, y pueden, a veces, reemplazarle. En los autómatas del segundo tipo, el automatismo no se obtiene en modo alguno mediante conexiones mecánicas permanentes; por el contrario, tiene por objeto alterar bruscamente estas conexiones cuando las circunstancias lo exigen... Es evidente que el estudio de esta forma de automatización no pertenece a la cinemática. En mi opinión, debiera realizarse este estudio en un capítulo especial de la teoría de las máquinas, que llevaría el nombre de automática".La automática "debería estudiar los medios de construir autómatas dotados de una vida de relación más o menos complicada. Estos autómatas tendrán sentidos..., aparatos sensibles a las circunstancias que deben tener una influencia sobre su marcha. Estos autómatas tendrán miembros: las máquinas o aparatos en cargados de ejecutar las operaciones que se les asignen. Estos autómatas tendrán la energía necesaria. Pero es preciso, además, que los autómatas sean capaces de discernimiento: que puedan en cada momento, teniendo en cuenta las impresiones que reciben, o incluso las que han recibido anteriormente, ordenar la operación deseada. Es Preciso que los autómatas imiten a los seres vivientes, regulando sus actos según sus impresiones, adaptando su conducta a las circunstancias".
La sensibilidad del diario EL PAÍS y de sus lectores sabrá justificar que me atrevida a robar unos centímetros de este precioso espacio para reproducir, ante la desolación del silencio general en el cincuentenario de la muerte de nuestro más genial inventor, los dos párrafos inmortales con los que se abren estas líneas, extraídos del artículo "Essais sur l'Automatique: Sa définition. Etendue théorique de ses applications", de Leonardo Torres Quevedo (traducción y subrayados de M. S. M.), publicado el 15 de noviembre de 1915 en la Rievue generale des sciences pures et appliquées.
Genial precedente
No hace falta, en efecto, ser un especialista en cibernética, en informática o en inteligencia artificial para comprender o intuir que el brevísimo texto precedente y, muy especialmente, las expresiones subrayadas -"imitar los actos discursivos del hombre", "vida de relación", "sentidos", "miembros", "energía", "discernimiento", "regulación de los actossegún las impresiones recibidas", "adaptación de la conducta a las circunstancias"-, aplicadas a una máquina, revelan que en 1915 un español universal, a quien, como de costumbre, el ministerio de turno no concedió, al fin, el tan deseado laboratorio de automática que para él había reclamado con insistencia la Junta para Ampliación de Estudios, había inventado, en París y en francés, una nueva ciencia -la automática- que, de hecho, anticipaba muchas de las nuevas ideas que habían de servir de base a otra nueva ciencia -la cibernética-, surgida, según acuerdo general, 33 años más tarde, de la conocida obra de Norbert Wiener Cybernetics, or control and communication in the animal and the machine (1948).Leonardo Torres Quevedo, que había nacido en 1852 en un pueblecito de la montaña santan derina, Santa Cruz de Iguña, mu rió 84 años más tarde, el 18 de diciembre de 1936, en el Madrid republicano maltratado por los duros bombardeos de la aviación hispanohitleriana, muy pocos días antes de que otro español, antagónico y también genial, mu riera en la Salamanca franquista, acosado por los gritos de "muera la inteligencia" de un mutilado y laureado general y de sus huestes legionarias.
Paradójicamente, el mejor inventor español de este siglo y el creador de otro grito estremecedor -"que inventen ellos"-, aludiendo a los ultrapirenaicos don Miguel de Unamuno, murieron a pocos días de distancia, pero en el cincuentenario de su muerte uno y otro han tenido un tratamiento dispar: gigantesco -y justo- homenaje público el segundo; ingrato silencio y despectivo olvido -injusto- el primero.
Esnobismo y frivolidad
Pienso que nadie tiene derecho, por ignorancia o, peor aún, por esnobismo y frivolidad pretendidamente posmoderna a amputar, a castrar nuestra verdadera historia, lo cual equivale a amputar y castrar la cultura y el espíritu de nuestra mejor juventud -no la de las grotescas movidas culturales y shows al uso, sino la de una España profunda, ansiosa de Nerdad y de auténtico cambio-, arrebatándole los impulsos que pueden venirle del ejemplo de los mejores creadores, cuya memoria se silencia y se esconde.En lo que atañe a la de Torres Quevedo, he esperado en vano a una iniciativa, por modesta que fuera, de nuestra comunidad científica o de nuestros responsables culturales -teniendo un ministro de Cultura científico- que la presentara y reivindicara ante viejos y jóvenes. He visto pasar en el mayor de los silencios el mes de diciembre, en que se cumplía el cincuentenario de la muerte de nuestros dos creadores y he visto con tristeza cómo se alejaba, tal vez para siempre, con el año 1986, el recuerdo de aquel español itinerante e infatigable -creador, adelantado para su tiempo, incluso transpirenaicamente hablando, de las máquinas algébricas; de la ciencia automática; del ajedrecista mecánico; del telekino, primer sistema mundial del pilotaje de barcos a distancia mediante las ondas hertzianas; del transbordador sobre el Niágara, y de tantas otras obras geniales-, quien, como muy pocos compatriotas, supo aliar claridad y rigor lógico en las definiciones de los conceptos básicos y desbordante inventiva creadora en la estricta y audaz aplicación técnica de los mismos.
El 12 de enero, la lectura en EL PAÍS del artículo Entre Cajal y Ochoa, de Pedro Laín, uno de esos enjundiosos compendios de la investigación española a los que el gran historiador de la medicina y de la ciencia, humanista y académico -que tanto admiré siempre desde mis días de estudiante en Madrid y de tantas iniciativas comunes- nos tiene acostumbrados, sin encontrar, entre los 73 nombres de científicos, filósofos e investigadores en todas las áreas tocadas por españoles, el nombre de Torres Quevedo, ni siquiera como recuerdo excepcional en este cincuentenario, ha colmado el vaso, si no de mi paciencia, sí, al menos, de mi conciencia de una obligación inmediata: la de cubrir ese vergIonzoso olvido colectivo. (*)
¿Es posible, amigo Pedro Laín, siempre tan universal y, a la vez, tan español, tan minuciosamente escrupuloso en la mención de nuestras aportaciones científicas, que en una relación, pretendidamente exhaustiva, de las que se han producido entre Cajal y Ochoa, no haya un lugar para el nombre del creador de la automática, anticipadora de la cibernética, y de tantas y tan ingeniosas aplicaciones de la misma?
Por fortuna, Ernesto García Camarero, profesor de Teoría de Autómatas en la Complutense y, tan excelente informático como historiador de la ciencia, viene a cubrir este desolador vacío e ingratitud general con una brillante Evocación de Torres Quevedo, que abre los trabajos del recién salido número 4 de la segunda época de la revista Theoria.
Sobre la modestia de Torres Quevedo, uno de los científicos que entraron en la Real Academia Española, como Rey Pastor, como el propio Laín, queremos reproducir esta magnífica muestra, que forma parte de su discurso de ingreso: "No he cultivado la literatura, ni el arte, ni la filosofía, ni aun la ciencia, por lo menos en sus regiones más elevadas. Mi obra es mucho más modesta. Paso la vida ocupado en resolver problemas de mecánica práctica (sic). Mi laboratorio es un taller de cerrajería, más completo, mejor montado que los conocidos habitualmente con ese nombre; pero destinado, como todos, a proyectar y construir mecanismos".
Éste era el tono sencillo, sobrio, modesto, realista, humano que empleaba en 1922 un auténtico investigador español, precursor de Norbert Wiener y que asombraba a Europa con sus ingenios. Hoy la lectura del Informe 1986 de la OCDE sobre Indicadores de, la ciencia y de la tecnología en los países miembros de la organización, nos hace, después de lo anterior, el efecto de una ducha escocesa. En medio de palabras altisonantes a este lado de los Pirineos, las cifras relativas a España en la esfera indicada (me refiero a las que abarca el informe: hasta el año 1983) son escalofriantes. España no sólo figuraba, con Portugal, en todos los indicadores del informe, por lo menos hasta el año indicado, muy por debajo de los otros 21 países de la OCDE, sino que su situación había empeorado incluso francamente, en muchos aspectos, con respecto a la era franquista. Así, por ejemplo, el número total de patentes solicitadas en España bajó progresivamente de 13.630 en 1985, a 9.146 en 1983 y, en particular el número de patentes indígenas solicitadas bajó progresivamente de 4.089 en 1965 a 1.369 (apenas un tercio de aquella cifra) (página 97 del informe).
No parece, pues, precisamente muy bien elegido el momento para que nuestros cursis y suicidas posmodernos exalten tan un¡lateralmente al humanísimo pero funesto promotor del "que inventen ellos" sobre el más genial y fecundo -sin dejar, por ello, de ser humano- de nuestros inventores: Leonardo Torres Quevedo.
es profesor de Lógica de la universidad del País Vasco y director de la revista Theoria.
* Después de enviado este artículo, leo en Abc del 16 de enero, como notable excepción al silencio general, el excelente trabajo que el veterano informático español José García Santesmases dedica a nuestro inventor.
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