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El desacato o la desobediencia indebida

Después del curso especial de hipocresía para posgraduados dictado por Estados Unidos en los últimos tiempos (de Hasenfus a Irangate), es posible que los países dependientes se sientan exonerados de ciertos escrúpulos primarios. En Argentina, por ejemplo, donde se venían propinando condenas aproximadamente justas a los responsables militares de incontables desapariciones, torturas y asesinatos, de pronto fue frenado el ejercicio justiciero e intempestivamente absuelto el teniente de navío Alfredo Astiz, que es algo así como un símbolo de la "temporada en el infierno". Para mayor escarnio, dicha absolución precedió en pocas horas al discurso en que el presidente Alfonsín propugnó el tan anunciado punto final.En Uruguay no hubo Nuremberg, ni siquiera entre comillas. Cuando fue aprobada la amnistía para presos políticos, en el texto se dejó expresa constancia de que el concepto de amnistía no incluía a militares y policías que, en el tratamiento a los prisioneros políticos, habían cometido violación de derechos humanos. Hay que considerar que si bien, durante la dictadura, las fuerzas armadas uruguayas no mostraron particular afinidad con ninguno de los partidos tradicionales, en el pasado mediato el Ejército siempre había sido masivamente colorado. Ahora, en 1986, el presidente colorado Sanguinetti no podía desperdiciar esta complicada ocasión de recuperar para su partido tan decisivo apoyo. Es así que la ley de amnistía (esta vez para militares) fue pergeñada por el partido de gobierno y presentada por el Ejecutivo a la discusión parlamentaria. A pesar de la notoria presión gubernamental, la ansiada aprobación no fue conseguida; pero de cualquier modo el presidente logró, con ese proyecto, un buen punto a favor ante las silenciosas fuerzas armadas.

El problema es que los militares no siempre son sensibles a los requiebros civiles, y, ante la posibilidad de que la justicia civil convocara a algunos de sus miembros, dejaron saber, tan sigilosa como públicamente, que no se presentarían a la convocatoria. El desacato inminente conmovió a los partidos políticos más que la deuda externa o el paro general que se avecinaba.

La hipocresía no paga

El dilema es verdaderamente endiablado: ¿cómo compaginar el respeto que el superior Gobierno debe a la justicia civil con una eventual negativa militar a obedecerla? ¿Cómo conciliar un horóscopo de desacato con la constituyente dignidad presidencial? ¿Cómo armonizar la transparente imagen de la democracia recién adquirida con la impunidad de los torturadores?

Como siempre, la lección viene del Norte. Es probable que (con todas sus complejidades, variantes y flaquezas) la democracia sea el sistema más apropiado a la condición humana; pero también se presta, infortunadamente, a que los ascendidos al poder cultiven la hipocresía y ésta les rinda dividendos tan pingües como si el cultivo fuera de tulipanes o de marihuana.

El presidente Reagan, por ejemplo, ha despotricado sostenidamente contra los iraníes, a quienes acusa de difundir y sostener buena parte del terrorismo mundial. De pronto deja boquiabierta a la opinión pública norteamericana vendiéndoles armas a esos mismos odiados iraníes y desviando una suculenta parte de tales fondos a los contras a través de Israel, la banca suiza y otros tratantes y compromisarios no menos honorables. El mismo presidente había negado con insistencia que la CIA tuviera algo que ver con los contras, pero el oportuno Hasenfus (caído simultáneamente en Nicaragua y en desgracia) habla hasta por los codos, comprometiendo a la CIA, al vicepresidente George Bush y a otros compromisarios y tratantes no menos linajudos. Esta vez los afligidos ciudadanos norteamericanos no han tenido más remedio que, con todo el dolor de su alma, bajar del pedestal a su llanero solitario, y en las encuestas se han atrevido a sugerir que miente. Quizá los lectores más veteranos recuerden una vieja serie de películas norteamericanas que los adolescentes de entonces veíamos en las matinées de los domingos y que se titulaba El crimen no paga. Bueno, la hipocresía tampoco.

Ésta sí es una moraleja válida para las democracias de transición o de mutación, o de oscilación, o de aflicción. La hipocresía no paga. Si los militares uruguayos proyectan incurrir en desacato, ¿por qué darles el pastel servido para que no caigan en pecado, o, mejor aún, para que no tengan la dolorosa necesidad y/o tentación de incurrir en él? Al menos el desacato significa pagar un alto precio político, y no existe la menor duda de que si el presidente decidiera enfrentar esa insubordinación técnica, el pueblo uruguayo en masa lo apoyaría.

En estos días de tan incierta legalidad, un periódico de izquierda se atrevió a sugerir: "Hay mil formas pacíficas de resistir el desacato (de los militares)... Encabece el presidente una manifestación con todo el pueblo hasta la casa del desacato". Frente a esta desusada propuesta, el diario gubernamental (su director es el vicepresidente de la República) preguntó al osado periodista: "Si cree que el presidente no tiene alguna otra cosa más importante que hacer que andar encabezando manifestaciones". Es claro que no es una función para ejercerla a diario, pero en casos excepcionales (y éste vaya que lo sería) los líderes políticos siempre han tenido conciencia de que se trata de un recurso tan eficaz como legítimo. En los conflictivos años de la guerra de Vietnam, el primer ministro sueco Olof Palme encabezó una manifestación popular de protesta ante la Embajada norteamericana en Estocolmo; en España, inmediatamente después del fracasado golpe del 23 de febrero de 1981, todos los dirigentes políticos (Gobierno y oposición) encabezaron una formidable manifestación por las calles de Madrid. También es posible que al diario gubernamental no le moleste tanto la lejana posibilidad de que el presidente encabece una manifestación; más bien le molestan las manifestaciones.

Los ojos y la venda

Un elemento que por lo general no aparece en las polémicas desatadas en Uruguay con motivo de ese acuerdo en cierne (garantía a los militares de que no habrán de ser juzgados por sus violaciones a los derechos humanos) es que el pueblo uruguayo cree fervientemente en su justicia (no en la inapelable e implacable justicia que impuso durante 12 años la dictadura, sino en la que es consustancial a la democracia); tanto cree en ella y tan madura es esa creencia, que no se ha cometido un solo acto de venganza personal.

El presidente Sanguinetti ha sugerido repetidas veces que reclamar justicia para los que violaron los derechos humanos durante el "proceso" es no querer desprenderse del pasado, es "tener ojos en la nuca". Sin embargo, facilitarlo todo para que los culpables no sean juzgados significa algo bastante más grave: es colocarse una venda sobre los Ojos reales (ya no los metafóricos " ojos en la nuca", sino sobre los muy reales que suelen estar bajo pobladas cejas), una venda para no ver lo que nos espera en el futuro.

No es una novedad que la impunidad estimula la repetición del delito. Quienes violaron a las prisioneras políticas y a la Constitución, y como respuesta hoy sólo encuentran miedo, desasosiego, pusilanimidad, pueden verse tentados (aun en el caso de que ello no figurara inicialmente en sus planes) a repetir la vulneración, a intentar de nuevo la aventura. Por su misma formación, los militares desdeñan a los blandos; desde que eran cadetes les han enseñado a respetar y obedecer a sus jefes. Y no hay obediencia más debida que la que las fuerzas armadas deben a su comandante en jefe, y éste es, no casualmente, sino porque lo indica la Constitución, el presidente de la República. Y entre las obligaciones que dicho mandatario asume está la de velar por que todos los sectores de la sociedad (incluidas, por supuesto, las fuerzas armadas) acaten las resoluciones del poder judicial.

Las negociaciones políticas, los fracasados proyectos de amnistía a militares y policías, las reuniones (parciales o completas) en la cumbre, los borradores de acuerdo, todo ello para evitar que (concediéndoles todo o casi todo) las fuerzas armadas incurran en el famoso desacato, ¿qué son en definitiva sino muestras de la debilidad gubernamental? Una debilidad que, quiérase o no, va deteriorando la estabilidad democrática, en cuyo estatuto figura claramente la subordinación del poder militar al poder civil.

El notorio desencanto que hoy vive, después de tanta euforia, la sociedad uruguaya tiene por supuesto hondas raíces económicas, pero también es reflejo de una diaria comprobación. Es cierto que la dictadura terminó; por lo menos en los papeles, en los sindicatos, en las aulas, en la ergástula; sigue, sin embargo, manteniendo una significativa (e ilegal) influencia sobre el quehacer político. Si no fuera así, el tan mentado desacato sería una noción meramente histórica, una palabra del pasado ominoso, y no, como parece serlo, una eventual amenaza, una palabra del posible futuro.

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