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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Los premios

Lo PEOR de los premios literarios es que son muchos, pero además también son muchos más los no premiados. No hay manera de escapar al invierno de nuestro descontento (Shakespeare, Ricardo III). El Premio Cervantes ha llegado a su undécima edición y ha galardonado, una vez más, a un gran escritor y, por vez primera, a un dramaturgo, Antonio Buero Vallejo, que defendió con brillantez y energía su condición de artista en las más diriciles circunstancias en este país. La alegría que nos produce el acierto de esta decisión no debe empañar, sin embargo, consideraciones más generales sobre el caso.Recientemente se han entregado los otros dos grandes premios culturales de este Estado a un viejo poeta (Gabriel Celaya, premio de las Letras) y a un escritor de obra todavía escasamente divulgada (Alfredo Conde, premio nacional de Literatura). Pero no sólo son los premios oficiales: el Planeta llegó hace poco con su lluvia de millones. Sobre el catálogo, sólo el Nobel de Literatura supera en remuneración económica a este galardón, lo que demuestra que, también en el arte, el dinero no da la felicidad: léase prestigio, respetabilidad intelectual o cosas así. Y pues del Nobel hablamos, la lista de los grandes autores que no lo tuvieron es tan ilustre o más -pues las ausencias no cometen errores, sólo las presencias- que la de los que lo recibieron. Proust, Tolstoi, Kafka o Joyce, por no citar más que a los fundadores de la literatura de hoy, forman en el pelotón de los ausentes.

O sea que los premios están bien, pero no se encuentran por encima de toda sospecha. El Cervantes, el Nacional, el de las Letras, son premios institucionales del Estado. Y son también políticos, no se olvide. Aunque funcionen según criterios literarios y artísticos, no están exentos de otras consideraciones: de una forma u otra, el Ministerio de Cultura tiene siempre vara alta en la decisión. Si se tiene en cuenta además que, en el caso del Cervantes, son las academias las que deben proponer los candidatos, y se hace un repaso del estado de dichas academias, comenzando por la Española, se comprenderá que esto de los premios se parece en no pocas ocasiones a una simple operación de relaciones públicas. No nos parece criticable: la literatura y la política necesitan de estas cosas, y los más grandes artistas de la antigüedad trabajaron gracias al apoyo de los mecenas, que los elegían a dedo, sin concursos ni otras zarandajas.

En la concesión de premios funciona toda clase de criterios: de proporcionalidad, de equidistancia y de justicia distributiva. Se les niega a los jóvenes porque ya habrá tiempo de dárselos, preocupados los jurados porque alguno de los candidatos no sobreviva, o se les da a los muy jóvenes en un reflejo pendular de impulso a lo que empieza, aun si no han tenido tiempo de cuajar una verdadera obra. También se les regatea a algunos porque ya tienen otros muchos; curioso argumento si se piensa que, pues los tienen, será en razón de su calidad. El idioma en que uno escriba -catalán, vasco, gallego o castellano-, la región a la que uno pertenezca, la nacionalidad, la estirpe ideológica, el credo político o la situación financiera del candidato son también sopesados y analizados.

No se puede estar contra los premios, porque contribuyen a paliar una deuda secular de este país con sus intelectuales. Hasta hace bien poco, autores de la categoría de Cela no tuvieron ninguno de estos galardones. Arrabal ha renovado en el mundo el teatro moderno, pero su suerte puede ser pareja a la de Picasso, que se fue a la tumba sin la medalla nacional de Bellas Artes -aunque no creemos que Pablo Picasso anduviera muy preocupado- También Buñuel se nos marchó sin un oscar. Meditaciones para quien las quiera entender y que explican lo que se debe pedir al Estado: no sólo premios, sino más consideración a los artistas, mayor impulso a la sociedad civil que trabaja en favor de la cultura.

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