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¿Los últimos verdaderos españoles?

Juan Luis Cebrián

Una de las cosas que más llama la atención de los observadores de la política española es que, habiéndose inventado el Estado de las autonomías como respuesta a las tensiones separatistas en Cataluña y el País Vasco, ocho años después de aprobada la Constitución, estas dos comunidades, junto con Galicia y Navarra -es decir, las llamadas autonomías históricas-, sean precisamente las únicas que no han recibido aún todas sus corripetencias de autogobierno. Pero en Euskadi la situación es obviamente peor que en el resto. Porque no sólo permanece el contencioso con Madrid, agitado desde las más variadas tribunas y dramatizado por el terrorismo, sino que, además, la sociedad vasca se ha escindido en pedazos, creándose en ella una verdadera fractura civil.En los albores de la transición, la bandera nacionalista era izada por muchas niás manos de las imaginables en casi todas y cada una de las regiones de la Península. Una mezcla de oportunismo y de inocencia arrastró a la mayoría de las formaciones políticas a reclamar para sí las señas constituyentes de la identidad nacional de cada pueblo. De ser un distintivo polítieo, el nacionalismo pasó a convertirse en una especie de estribillo incomprensible en muchos casos. La exaltación ideológica que acompañó a estos prontinciamientos ayudó a aumentar la confusión de manera que durante algún tiempo se pudo pensar que el nacionalismo no era patrimonio de ninguno, sino de todos a la vez: socialistas, comunistas, democristianos, centristas, conservadores, liberales..., todos reivindicaban para sí el honor de ser más catalanistas, vasquistas, an,dalucistas, galleguistas o murcianistas que nadie.

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Con lo que el poder central pudo sufrir el espejismo de que el nacionalismo, en determinadas zonas de España, no era, en efecto, un problema planteado por los nacionalistas ni tenía nada que ver con lo que en realidad tiene que ver: la demanda, utópica o no, de un proyecto independentista por sectores de la sociedad vasca y catalana, imbuidos de un concepto sentimental del problema, pero también presos de un conflicto de intereses. Y el apoyo de ese proyecto, en el caso de Euskadi, por una organización armada dedicada a la extorsión, el secuestro y el asesinato.

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El paso del tiempo y el asentamiento de la democracia han acabado con la ficción de que el nacionalismo vasco pudiera ser equiparable a la voluntad autonómica extremeña, pero no han logrado mejorar las condiciones del debate en el propio Euskadi. Antes bien, el nacionalismo, como seña de identidad, ha sido tan manipulado por los partidos y tan sometido a la reyerta personal que hoy apenas es definidor de una opción política concreta. El análisis habitual lleva a decir que la suma de los votos nacionalistas en Euskadi es mayoría. Pero a estas alturas constituye una formidable ficción suponer que las proposiciones de Euskadiko Ezkerra para la gobernación del País Vasco sean más afines a las del Partido Nacionalista Vasco (PNV) o Herri Batasuna (HB) que a las del partido socialista. Lo sorprendente, si bien se mira, es que, por un lado, cualquier solución para Euskadi pasa por la permanencia en el poder de los partidos identificados con el sentimiento nacionalista; pero, por el otro, la sociedad vasca se ha fraccionado precisamente en el seno de su nacionalismo, que ha quedado desfigurado como eventual núcleo de una opción diferente frente a los partidos llamados españoles. Y esa situación de potencial enfrentamiento civil, esa especie de batalla de todos contra todos que vive el territorio, es tan preocupante y de efectos tan perturbadores como la propia contumacia de los violentos.

En medio de ese panorama, las elecciones autonómicas que hoy se celebran amenazan con revelarse casi completamente inútiles. Si los sondeos aciertan, el resultado que arrojen las urnas no ha de variar en lo esencial el mapa político. Sólo una victoria del PSOE -gracias al cisma del PNV- o un cambio significativo del apoyo popular a HB podría generar novedades trascendentes. Euskadiko Ezkerra (EE), que reúne entre sus líderes lo más lúcido de la política vasca, parece condenado a ser un partido de elites pensantes, una especie de laboratorio de ideas para que los demás las pongan en práctica. Y la interesante polémica que escindió al PNV entre su sector más arcaizante, que defendía Arzalluz, y los modernizadores disidentes, encabezados por Garaikoetxea, se ha visto desfigurada por los resentimientos y las agresiones personales.

El propio desarrollo de la campaña no ha sido muy alentador, y el pesimismo con vistas al futuro está más que justificado. Como ha puesto de relieve Patxo Unzueta, los actores de la política han sido víctimas de la tentación de las palabras. Y a ella responden los pronunciamientos constantes sobre si el Estatuto de Gernika es o no sólo un punto de partida, o un "estatuto de mínimos". No hay máximos o mínimos, sino la definición de unos límites, en la redacción de un texto que tiene de hecho rango constitucional; ni es un documento jurídico el mejor termómetro de los anhelos sentimentales de un pueblo. El Estatuto de Gernika es el que es, votado por la mayoría de los vascos con apoyo sustancial de los partidos que hoy entran en liza. Puede modificarse, pero no se trata de un texto bíblico al que haya que someter a continua exégesis sobre su verdadero y profundo o su aparente y superficial significado. Desacreditar la utilidad del estatuto es doblemente peligroso cuando la solución al deprimente panorama actual sólo puede venir a través de las oportunidades de autogobierno que ofrece. Son los vascos quienes deben dar respuesta a los problemas de la sociedad vasca, y por eso es tanto más irritante la política seguida recientemente desde Madrid: acusando insidiosamente a los jueces de sucumbir al chantaje del miedo, alentando la insubordinación ante ellos de la Guardia Civil, desconfiando abiertamente de las posibilidades de la policía autonómica; actitudes, todas ellas, que parecen sugerir la torpe idea de que la violencia en Euskadi debe arreglarse desde fuera de Euskadi.

Reflexión aparte merece el papel desempeñado en esta campaña por HB, en el que se alumbran leves indicios de su eventual integración en las instituciones democráticas vascas. La táctica seguida durante tanto tiempo por el poder central de aislamiento de esta opción independentista, considerándola nada más que como el apéndice o la cabeza de ETA, no ha hecho sino beneficiar a los terroristas y contribuir a una fragmentación del mapa político. Por repugnantes que resulten sus silencios frente a los asesinatos, torturas y brutalidades de ETA, una fuerza política que representa pertinazmente más del 10% del electorado no puede ser tratada como un manojo de delincuentes, aun si hay un manojo de éstos que se aprovechan de ella. La presencia en las pantallas de Televisión Española de sus candidatos, en pie de igualdad con los del resto de los partidos, ha servido para anular cualquier pretexto de discriminación y para poner de relieve la pobreza de discurso de los líderes del radicalismo abertzale. Pero, miserable o enjundioso, ese discurso tiene el derecho a hacerse oír de forma pacífica, y el deber consiguiente de enfrentarse a quienes lo quieren imponer a tiros.

La propuesta general de HB gira en torno al derecho de autodeterminación y a la negociación. Hace ahora un año que, con motivo de la presentación en Madrid de un libro que patrocinaban sectores vecinos a la coalición abertzale, tuve ocasión ya de decir públicamente'algo que me parece oportuno recordar en un día como hoy. "El pueblo vasco", dije entonces, "ha tenido ocasión repetidas veces de pronunciarse sobre su destino en los últimos 10 años y en diversas votaciones. Aun si la abstención en torno al texto constitucional pudo arrojar dudas políticas (no jurídicas, de acuerdo- con los resultados de las urnas) sobre el futuro de la comunidad autónoma en el seno de la democracia espanola, las sucesivas votaciones sobre el estatuto, las elecciones autonómicas y las legislativas y municipales han puesto de relieve cuál es el sentir mayoritario de los vascos. Para quienes creemos en la democracia representativa, la autodeterminación no puede ser un concepto abstracto, encarnador de una ideología que dé pie a toda clase de ensimismaciones teóricas. Antes bien, es la posibilidad real de los individuos y grupos de una comunidad de expresarse libremente sobre su futuro, formas de vida y convivencia. En el caso de Euskadi, el pueblo vasco se ha autodeterminado con la votación del estatuto, independientemente de cuál sea el juicio que merezca éste a cada cual y de que estén en su derecho quienes desean reformarlo. Pero he de añadir que no es posible hacer una política moderna que no parta de la identificación de un pueblo como la del conjunto de los ciudadanos que lo forman. Su autodeterminación es la resultante de la de cada uno de esos ciudadanos en el ejercicio de su condición de tales. La atribución al pueblo de unos valores trascendentes o inmanentes que desbordarían la voluntad de los propios integrantes de esa comunidad es, de nuevo, una ensoñación teórica de signos totalitarios".

La campaña electoral que hoy culmina en las urnas se ha visto, no obstante, trufada de estas apelaciones a la trascendencia. Los líderes, sobre todo los del nacionalismo de corte clásico -incluido, desde luego, el nacionalismo español-, parecen más preocupados por ejercer una mirada introspectiva sobre el ser de Euskadi quepor delinear claramente una propuesta de convivencia política. Los partidos que llegan de la meseta, o de más allá, no han escapado tampoco a la tentación de plantearse la batalla electoral como un escarceo existencial sobre el devenir de España, País Vasco incluido. Todo el mundo habla de paz, pero casi nadie explica cómo piensa conseguirla. Y ha sido tal la cantidad de fundamentalismo ideológico vertido en este debate, en el que las discusiones han sido rubricadas a menudo con la sangre, que uno está tentado de dar la razón a ese amigo extranjero que me comentaba el otro día: "En realidad, sólo puede entenderse a los vascos si se admite que constituyen los últimos verdaderos españoles de la historia".

Frente al pronunciamiento existencial que a estos ciudadanos de la España democrática se les quiere exigir hoy ante las urnas, no estaría de más, a partir del día de mañana, que se hiciera un esfuerzo de racionalidad en el diálogo. Esfuerzo que ha de partir de todos, pues difílcilmente puede decirse, contra lo que supone el Gobierno socialista, que hay quien tiene el monopolio de la cordura en la discusión. Es preciso hacer algo concreto -y huir de las declaraciones de principio- para lograr la pacificación de la vida cotidiana en Euskadi, la restauración de su entramado político y civil, la recuperación de su cada vez más deteriorada economía. Y eso sólo puede hacerse a través de un diálogo cuya condición primera es el cese de la violencia. Para que todas las voces, todas las disidencias, todas las protestas, sean escuchadas y nadie sea obligado a callar. Sólo las armas.

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