Un vasco a la intemperie
Calificaciones y descalificaciones, sufijadas por nociones de índole política, acerca de la condición intelectual de Miguel de Unamuno pronunciadas en estos días revelan con harta evidencia el desconocimiento que de su obra de escritor se tiene en el País Vasco cuando unos y otros se disponen a recordarle al cumplirse el cincuentenario de su muerte (1936).Si la reflexión se hace desde Euskadi, la simplicidad y simplificación con que se está tratando al pensador Miguel de Unamuno pone de manifiesto, al mismo tiempo, el barranco infranqueable que algunos, muchos, vascos de ahora han puesto de por medio en relación con uno de sus referentes culturales más genuinos.
Como la validez de cualquier debate sobre estas nociones debería estar precedida por algo tan lógico como haber leído la obra del pensador, no resulta arriesgado concluir, a priori, que Unamuno, una vez más, puede quedar a la intemperie.
No parece que el cincuentenario vaya a resolver esta contradicción, ya que si unos no terminan de ensalzarle con exageración y mimetismo (gran pensador, gran vasco, gran ... ), otroshan decidido por su cuenta y riesgo renunciar al muerto, negándole, si posible fuera, la posibilidad de haber existido. El nacionalismo no le perdona que dijera lo que dicen que dijo sobre el euskera (habría que saber qué es lo que quiso decir Unamuno con lo que dijo), y los otros, socialistas y liberalistas de última hora, han insistido demasiado que Unamuno es suyo como para que sus enemigos políticos estén dispuestos a compartirle. Unos y otros enfrentan a éste con Sabino Arana, cuando, si se conoce mínimamente la historia, sería más correcto decir que mutuamente se ignoraron. Arana le pidió que volviera al buen camino de su niñez cuando Unamuno estaba dispuesto a matar a Alfonso XII por haber abolido los fueros vascos, y Unamuno, que para entonces ya había entendido, como Demócrito, que la patria del sabio es la humanidad, habló alguna que otra vez del "resentimiento aldeano" de Arana y de su alma simplicísima", si bien en 1907 calificó a éste como "hombre singular, todo poeta, y para el cual no ha llegado aún la hora del completo reconocimiento".
Acompañada por los intérpretes oficiales de Unamuno, la oficialidad vasca ha preparado tímidos encuentros (aquí se llaman homenajes) con el filósofo, intentando resolver sobre la papeleta un recuerdo algo embarazoso, máxime si se produce en período electoral. Por el anuncio del programa, no veo que los seres agónicos, es decir, los individuos que hoy se identifican con la modernidad de ese pensamiento que hace del ser concreto eje de todas sus dimensiones, vayan a tener protagonismo alguno en las tribunas. Nacionalistas de quita y pon, socialistas prêt-à-porter y liberales de toda la vida se han puesto de acuerdo para la ocasión. Pero no sólo el poder; también la calle. Y en la calle, en el poder de la calle, tiene asimismo expresión la paradoja.
Si a los nacionalistas les gusta más por ser bilbaíno que por ser Unamuno, y a los neosocialistas, fracción García Damborenea, les sucede algo parecido, los hijos de la calle dicen que Unamuno no era vasco. Como no podía ser menos en un país de banderizos (oñacinos-gamboínos, várdulos-caristios, Bilbao-San Sebastián, Athlétic-Real Sociedad), Unamuno vuelve a ser motivo de discordia. Aunque él se sentiría muy a gusto en la trifulca, a buen seguro que, como ya dijo en 1936, cuando termine esa guerra -si termina- estaría contra los que ganasen.
Pocos parecen estar dispuestos a reconocer que Unamuno es el primer vasco que entra en la modernidad y uno de los contadísimos vascos modernos de la historia de este pueblo. Por lo que hasta aquí conozco, las dos intervenciones que han hecho una lectura moderna de Unamuno son las de Luciano G. Egido (ahí su libro Agonizar en Salamanca) y Fernando Savater. En el homenaje oficial alguien ha dicho que Unamuno era el vasco más universal, porque cuando había ido a cualquier esquina del mundo había encontrado libros de este autor en sus bibliotecas. Genuina forma de medir la dimensión, intelectual del pensamiento unamuniano. Eso es algo así como si para catalogar la calidad de Juego en el balompié alguien afirmase que el equipo de Barcelona (es un decir) era superior al de Madrid (con perdón) porque el primero hubiera viajado a más lugares de la tierra.
Paradoja sobre paradoja, Unamuno está sirviendo no sólo para que el poder -el oficial y el de la calle- se procure un motivo, uno más, para alentar el conflicto, porque la paradoja se extiende a otros poderes. Resulta tan paradójico como sutil ver cómo sectores religiosos que han perseguido su pensamiento (recordemos las pastorales obispales de Antonio Pildain -1953- la de Pablo Gúrpide -1964- arremetiendo contra el rector de Salamanca) por ser "el mayor hereje español de todos los tiempos" hoy le alaban, ensalzan, glorifican. Pero la contradicción también explica a Unamuno: a pesar de lo que dice en Del sentimiento trágico de la vida, a este vasco moderno también le sucedió una contrariedad que en los vascos de ahora es pura contradicción: la de ser una cosa y, al mismo tiempo, querer ser la contraria. Y esa dualidad genera la suficiente dosis de violencia interior y exterior como para entender otras problemáticas. Las mismas que impiden reconocer que si el pensamiento de Unamuno estorba hoy en Euskadi, no es porque sea viejo, nuevo o heterodoxo, sino por ser pensamiento.
Babelia
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