Democracia sin deseos totalitarios
La vida intelectual de J. Habermas está jalonada de polémicas. Sorprende que se le achaque a Habermas ser propagador de .gérmenes de totalitarismo", como hace Trías. Esta acusación, junto con otros cargos que de su artículo sobre la teoría habermasiana (le la acción comunicativa, como los de trascendental, propugnadora de un consenso que no admite la polémica ni la diferencia y partidario de un modo pervertido de democracia, los juzgo una tergiversación del pensamiento de Habermas.Comencemos con lo que me parece ocupa el centro del malentendido: la teoría consensual del discurso. Para Trías, con ella, no se hace justicia ni a Heráclito, ni a Hegel, que vieron en la lucha el conflicto, la forma de tomar en serio al otro 3, de ganar la auténtica libertad y democracia. La teoría discursiva habermasiana parece ser la comunicación que establecen los que tienen gusto por platicar, sabiendo, secretamente, que sus diferencias están marcadas por la cercanía a la unanimidad. El verdadero disenso y conflicto, que palpamos en la vida diaria, quedaría excluido.
Aquí hay una tergiversación de lo que entiende Habermas por teoría del discurso. Como repite en su última confrontación con sus críticos, hay que distinguir claramente entre el tratamiento filosófico o pragmático-formal y el sociológico. El primero supone una idealización de la comunicación, donde todos los participantes gozan de la misma posibilidad de defender con razones sus intereses, y todos buscan cooperativamente la verdad o lo másadecuado para todos ("la situación ideal de habla"). Sabemos que la realidad sociopolítica no ftinciona así. Por esta razón, Habermas no excluye de la vida cotidiana ni de la política la acción estratégica, los compromisos, el disenso y la incomprensión.
Pero ¿a qué criterio recurrir, incluso para discernir que no puedo estar de acuerdo con el otro? Desacuerdo y entendimiento son dimensiones complementarias del proceso de comunicación. Y sólo desde la tensión hacia la comprensión mutua se puede entender el rechazo de los acuerdos ambiguos o ficticios y el claro desacuerdo.
La teoría comunicativa proporciona, por tanto, una norma crítica, formal, para juzgar de los consensos y, por ello, de la racionalidad de las normas y leyes sociales. Sólo las que puedan acreditarse ante el acuerdo alcanzado a través de la libre discusión de los implicados pueden ser tenidas como legítimas y racionales. Estamos ante el principio de la democracia. Pero la teoría discursiva no evita ni rehúye la polémica ni el conflicto. Ofrece la posibilidad de regular los conflictos a un nivel no zoológico, sino humano. En la necesidad de alcanzar este nivel parece que E. Trías está de acuerdo con Habermas y no con C. Schmitt.
Habermas toma en serio el conflicto y el acuerdo. Pero quiere situarlo a un nivel de racionalidad no restringido a lo funcional y estratégico, y menos a lo puramente biológico. De ahí su testarudo empeño por argumentar soluciones racional-dialógicas. Por esta razón, desde Historia y crítica de la opinión pública hasta su Teoría de la acción comunicativa, su pretensión se sintetiza en "racionalizar el ejercicio del poder político y social" a través de la participación, en igualdad de oportunidades, de todos los ciudadanos en el proceso de pública comunicación.
El proceso discursivo no tiene que confundirse con el uniformismo, ni castra las diferencias. Habermas repite que su teoría del discurso práctico o moral tiene un alcance limitado: permite la justificación de normas y acciones, pero no proporciona indicaciones inmediatas para las formas de vida concretas. Por eso postula mediaciones.
Sonsonete
Otra imputación de Trías a Habermas, que repite como un sonsonete, es el carácter trascendental de su teoría comunicativa. Con no menor perseverancia replica Habermas que no es un filósofo trascendentalista. Ahí está su polémica con su amigo K. 0. Apel y su intento de fundar una ciencia reconstructiva. Hay que reconocer lo problemático de este empeño, pero lo que es innegable es que tras su racionalidad comunicativa no sólo está la reconstrucción teórica abstracta, sino la referencia y el análisis de los últimos 200 años de la historia europea y americana. Esta referencia a la "razón existente" (Hegel) no es propia de un filósofo trascendental.
Y vayamos a la acusación más fuerte y más injusta de E. Trías a Habermas: "sus inconfesablesdeseos totalitarios". Es verdad que Habermas se ha ocupado más en estas dos últimas décadas de construir una obra sistemática que justificara la oposición al uso y tratamiento estratégico de los problemas sociopolíticos que el análisis concreto de las cuestiones sociopolíticas. Pero en sus artículos de periodismo político y en sus entrevistas está muy lejos de ser un autor que dé el visto bueno a comportamientos de democracia vergonzante ni de Izquierda avergonzada. Difícilmente puede acusarse de ello a quien apoya la desobediencia civil y denuncia a los partidos, incluidos los de izquierda, de manipular la lealtad de las masas, de propiciar la apatía parlamentaria al hacer a sus representantes meros ejecutores de los guiones decididos por los aparatos, de emigrar, en suma, del mundo real al sistema político. Si al análisis, aunque sea coyuntural, de este vaciamiento de la esfera público-política se le achaca tener "inconfesables deseos de totalitarismo" o propiciar "gérmenes de totalitarismo", habrá que concluir unas perversas intenciones subyacentes a unas expresiones contrarias.
En un mundo en el que todavía los conflictos se dirimen a nivel zoológico, el. empeño habermasiano es solventarlos en el estadio racional y humano. Habermas no ha descuidado la lección de Schmitt ni la de la terrible realidad en la que se desarrolla la dimensión polémica de lo político.
Babelia
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