Un sueño hecho añicos
El vestíbulo enorme, inhóspito, pero transitadísimo, de una estación de ferrocarril. Ésa es la primera imagen que Ginger y Fred, Amelia Bonetti y Pipipo Boticella (Giulietta Massina y Marcello Mastrolanni) tienen de su retorno al mundo de Fellini. Del techo pende un gigantesco pie de cerdo adornado con bombillas.Estamos en Navidad. Por las calles, mal asfaltadas y de arquitectura poco estructurada, es imposible circular si no es entre montañas de basura. Casanova, La ciudad de las mujeres y E la nave va eran películas crepusculares en las que la muerte estaba muy presente, especialmente en la última, de abierto carácter funerario.
Ginger e Fred sitúa la acción en una ciudad que tiene mucho de limbo, de sala de espera poblada por fantasmas. Sólo la televisión, a través de su mediocridad congénita, se empeña en dar una imagen alegre y dinámica de la vida. Y el resultado de su esfuerzo es patético.
Ginger y Fred
Director: Federico Fellini. Intérpretes:Marcello Mastroianni, Glulietta Massina, Franco Fabrizi, Frederlck von Ledenburg, Martin Blau, Toto Mignone, Augusto Poderosi, Henri Lartigue.Guión: F. Fellini, Tonina Guerra y Tullio Pinelli. Fotografía: Tonina delli Colli y Enni Guarnieri. Música: Nicolás Piovani. Ítalo-franco-germana. 1985. Estreno en Madrid en cines Pompeya, Gayarre y Sainz de Baranda.
Eso ya lo había contado Fellini a través de un caso concreto en su sketch de Historias extraordinarias, en el que Terence Stamp iba a parar también a un estudio televisivo para someterse a las habituales preguntas idiotas. Pero en Ginger e Fred estamos ante una pintura global, ante un universo incoherente y ruinoso que la pequeña pantalla intenta reconstruir como un todo pleno de sentido.
Ginger e Fred es, a un mismo tiempo, una película divertida y un espectáculo que produce una tristeza infinita por su pesimismo y el desencanto que rezuma. Fellini sigue observando como nadie los gestos de la gente, las señales de la época; satiriza la locura de los ochenta, de la sociedad informatizada y dirigida por los media; desprecia los creadores de falsos entusiasmos -la chaqueta de Franco Fabrizi lo dice todo sobre lo que puede esperarse del tipo que interpreta-; añora la realidad y la emoción que sabía fabricar el cine y que la televisión ha transformado en nada.
Las imágenes electrónicas sólo presentan imitadores de alguien que fue importante, sentimientos simulados, acontecimientos diminutos magnificados, ectoplasmas recubiertos de bisutería.
En este planeta mortecino que es la Tierra todos están bajo vigilancia. Una altísima antena de televisión está al acecho, siempre atenta a que nada de lo que suceda pueda escapar al poder uniformizador de la pequeña pantalla.
Sin embargo, los habitantes o supervivientes en tránsito de Ginger e Fred no prestan la menor atención a los ojos omnipresentes ni a los proyectores que barren las habitaciones del hotel a toda hora. Es más, ni siquiera se preocupan por la fealdad prefabricada de todo cuanto les rodea.
El flujo de imágenes electrónicas tampoco les hipnotiza, sabedores todos de su trivialidad y de que son inevitables, algo así como esos gobernantes en quienes no se conflia, pero a los que se soporta como mal menor, o, mejor aún, como los achaques de la edad.
Pippo y Amelia, los extraordinarios Mastroianni y Giulietta Massina, alter ego él del director, señora a la que agrada rememorar la juventud romántica ella, son el hilo conductor escogido por Fellíni para mostrarnos ese sueño hecho añicos.
Todos los elogios son pocos para esa formidable pareja de actores, voluntariamente envejecidos y artríticos para este su retorno felliniano, capaces de jugar con su imagen, con la que les suponemos como jóvenes bailarines de tip-tap, con la idealización del original, ese tándem Fred Astaire-Ginger Rogers que se ha transformado en una cita obligada de algunas de las mejores películas contemporáneas.
Para Mía Farrow, en La rosa púrpura de El Cairo, la pareja de bailarines era la encarnación del ideal de vida y una forma de escapismo; en Pennies from Heaven, Herbert Ross evoca a los protagonistas de Sombrero de copa para simbolizar en ellos el desacuerdo entre los deseos y la realidad; Fellini, por último, les cita desde el presente y con la ironía de quien nunca se identificó con ellos, demasiado atribulado por la miseria neorrealista o por el tedio de una dolce vita definitivamente evaporada.
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