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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Londres sale de pesca

LA DISPUTA entre Argentina y el Reino Unido por las Malvinas ha entrado en los últimos días en un proceso que podríamos calificar de reconciliación con la realidad, por dura que ésta sea para la posición de Buenos Aires. El archipiélago del Atlántico austral fue objeto de una breve guerra en 1982 en la que pare cía que lo único que estaba en litigio era una bandera de más o de menos, la nacionalidad de un puñado de colonos descendientes de escoceses y la reparación al honor de un imperio venido a menos o de una joven nacionalidad latinoamericana.Esa reconciliación con una realidad tan subyacente como que afecta a las profundidades marinas se pone de relieve cuando empieza a definirse para qué sirven las Malvinas. El Reino Unido acaba de declarar, con fecha de aplicación al próximo 1 de febrero, lo que en la práctica es zona de explotación exclusiva las 150 millas marítimas en tomo al archipiélago, con la previsión de aumentar un día esos límites a las 200 millas. A su vez, esa decisión tenía su antecedente en lo que podríamos llamar el componente práctico de la reivindicación argentina. Buenos Aires había establecido anteriormente un límite de 200 millas para la explotación de sus mares costeros, lo que venía a extender esa jurisdicción económica hasta las proximidades del archipiélago. Al mismo tiempo, Argentina ha suscrito recientemente con la Unión Soviética un convenio de pesca para facilitar la extracción de su fenomenal rentabilidad pesquera a esas aguas australes.

En ese contexto hay que señalar el evidente peligro de que se produzca una intromisión de la dialéctica Este-Oeste en el enfrentamiento por un remoto archipiélago, que significa, por ello, mucho más que una bandera. La posición de la Unión Soviética, por otra parte, aunque tenga una evidente motivación económica, es también comprensible políticamente en la medida en que las posiciones que Moscú pudiera adquirir en el Atlántico sur fueran un día objeto de negociación en ese marco global de la relación entre las dos superpotencias.

Al mismo tiempo, la decisión británica tiene una cierta variedad de intencionalidades. Ante el conflicto de intereses que se produce con la superposición de zonas, Londres pretende arrastrar a Buenos Aires a una negociación sobre el posible reparto o cooperación entre los dos países en torno a esa explotación. El Gobierno de Alfonsín, por el contrario, dificilmente entrará en ese juego porque cualquier negociación de esas características implicaría un reconocimiento implícito de la soberanía británica sobre el archipiélago. Finalmente, es cierto que las Malvinas sirven también de nuevo para agitar el espectro del nacionalismo británico, a modo de aviso para que nadie se llame a engaño cuando la Comunidad Europea se niega a recorrer todo el camino de las sanciones que Londres exige contra Siria, en su contencioso sobre el terrorismo con este país árabe.

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La reacción argentina ante el movimiento de peones británico es la de poner a las fuerzas armadas en estado de alerta, en un gesto que apenas pasa de una huida hacia delante. El margen de maniobra de la diplomacia de Buenos Aires parece exiguo en estas circunstancias, sin otro apoyo que el interés distante y cauto de la Unión Soviética, y con Estados Unidos más que previsiblemente de acuerdo con la iniciativa del Reino Unido.

Si la reivindicación española sobre Gibraltar tiene, cuando menos, el marco común de la OTAN en el que establecer contactos y pensar juntos con el Reino Unido, la posición argentina sufre incluso de la falta de una materialidad similar en la que desarrollarse. Por eso la declaración del Gobierno de Buenos Aires de que no se sentará a discutir con el de Londres sobre las Malvinas, más que para tratar del problema de la soberanía, tiene pocas tablas de salvación políticas a las que aferrarse.

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