La actriz Concha Velasco dio vida a una jornada mortecina en el festival
La actriz española Concha Velasco, en una alegre, viva e intensa charla con la Prensa, dio vida a la tercera y algo mortecina jornada de la Seminci vallisoletana, en la que el facilón juego esteticista del francés Alain Cavalier con su Teresa, la agridulce comedia checoslovaca de Jiri Menzel Mi dulce pueblo y la audaz e irregular propuesta argentina de La película del rey, del inteligente y muy prometedor Carlos Sorín, no lograron borrar las profundas huellas dejadas el día anterior por el genio de Andrei Tarkovski, que se nos muere de muerte real en algún lugar de Europa.
Concha Velasco, la que hace 25 años fue chica de Valladolid por antonomasia, hoy convertida en una bellísima mujer del mundo entero, acudió ayer a su ciudad para recibir los signos de una antigua deuda.Esta actriz salió de aquí como una aspirante a niña bonita y ha vuelto convertida en una aristócrata innata del arte de saber estar delante de una cámara.
No ha perdido ni un gramo de su capacidad para transmitir alegría, y a cambio, los años han añadido a esa capacidad unas cuantas toneladas de seriedad, locuacidad y belleza.
Una vez más, el milagro de la conversión de una incompleta aspirante a estrella en una rotunda actriz. Los directores de sus películas, reunidos aquí, preparan para pasado mañana una mesa redonda en la que intentarán hablar de sus talentos y de su presencia, lo que hace del festival vallisoletano una fiesta y una evocación de una promesa convertida en realidad.
Por el momento, la agonía de Andrei Tarkovski y la plenitud vital de Concha Velasco son la sal de esta 31ª edición de la Seminci.
El túnel del tiempo
Mientras, se siguen proyectan do otras películas. Dos de ellas llegaron por el túnel, del tiempo, procedentes, una, de Checoslovaquia, y otra, de Francia. La tercera, mucho más próxima a nosotros,viene de la Argentina libre.
La película checa, es de Jiri Menzel, nombre de uno de los cineastas que nos recuerdan el naufragio de la hermosa primavera de Praga, aquella efímera explosión del cine checo silenciada a cañonazos por los patriotas soviéticos del pobre Andrei Tarkovski, cuyo genio se extingue, víctima de un cáncer, en algún oscuro lugar de Europa.
La película de Menzel se titula Mi dulce pueblo y tiene resonancia de lo añorado, lo impotente, cuando aún puede extraerse de ella un débil recuerdo de un esplendor que fue ahogado a tiros.
Enternece esta película checa, pero en esta ternura hay, por nuestra parte, un eco imperdonable de protección a la sombra de un bello recuerdo asesinado.
Teresa, del que antaño fue un agrio y siempre un poco copión cineasta francés Alain Cavalier, es una colección de relamidas estampitas tenebristas que resumen la vida de la joven santa carmelita Teresa de Lisieux.
Para no perder su afición a sacar partido de los buenos resultados del talento ajeno, Cavalier toma esta vez como almacén de aprovisionamiento el Robert Bresson inicial, el de Un condenado a muerte se ha escapado, de cuyos prodigiosos ritmos interiores y su no menos asombroso empleo del fundido en negro copia la mecánica más exterior, mientras deja que se le escape el espíritu del que esa mecánica era vehículo en aquella inimitable película bressoniana.
Teresa se resume en lo siguiente: estampita, fundido en negro, estampita, fundido en negro, estampita, y así hasta el agotamiento. Bonita luz, aplastada contra un muro gris, y muy poco más. Pero un cineasta serio no puede darse tantas facilidades a sí mismo como se da Alain Cavalier.
Lo mejor de la jornada de ayer vino del sur del Sur, de la mismísima Patagonia, en la que un cineasta argentino, Carlos Sorín, presenta en Europa sus credenciales, y hay que aceptarlas porque, a tenor de su trabajo, son dignas de crédito. Sorín tiene ambición, y su ambición tiene capacidad de conquista.
La mirada de un cineasta
En La película del rey, Sorín pone inteligencia detrás de la cámara, y ésta le devuelve imágenes a veces muy poderosas. Su ordenación es algo endeble y a veces incluso ingenua. Junto a sacudidas de expresividad, hace Sorín imágenes neutras e incluso un poco amorfas. Detrás de una media hora inicial de gran investigador de la vida, el cineasta argentino añade una hora final de explorador de cinemateca.
Pero en la obra de Sorín hay indicios veraces de que existe la mirada de un cineasta genuino que tiene derecho a que esperemos su madurez.
Su primera obra tiene dentro suficiente energía para merecer, en forma de respuesta, paciencia por parte de sus receptores.
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