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Los cuentos de contrabando de Gabriel García Márquez

Sería curioso saber cuántos periodistas serios se atreverían hoy a inventarse una manifestación con visos de revuelta, una vez en el lugar de los hechos y a la vista de que nada se produce. Así lo hizo García Márquez cuando El espectador de Bogotá le envió a comienzos de los cincuenta a la remota región colombiana del Chocó pues, parecía, se gestaba un motín ante rumores de desmembración del departamento. Una vez allí se encontró con una, ciudad hundida en el sopor de la siesta, y con un corresponsal tranquilo que reconocía, mientras se balanceaba en una hamaca, que la alarma provenía sobre todo de su insufrible aburrimiento. Pero como ni García Márquez ni su compañero fotógrafo estaban dispuestos a volverse de vacío, se inventaron el amago de motín y paralizaron el proyecto legislativo.Hasta ahí la anécdota. Con la excusa de la manifestación fantasma, García. Márquez publicó un largo reportaje por entregas, El Chocó que Colombia desconoce, que es modelo de periodismo en profundidad, denuncia irrebatible de la marginación y miseria de un territorio con subsuelo de platino, y relato autosuficiente. Alguien debiera reeditarlo, y no sólo en la antología de Bruguera.

De la historia de García Márquez como, periodista -treinta años, de los que diez -más o menos a plena dedicación- ésta me parece una de las anécdotas más ilustrativas de su heterodoxia. Porque García Márquez ha sido un periodista heterodoxo, aunque sus artículos provoquen la envidia amarilla de los columnistas. La prueba, de las muchas posibles, es que La larga vida feliz de Margarito Duarte -escrito publicado como artículo en EL PAÍS el 23 de septiembre de 1981- ha inspirado a Lisandro Duque, cineasta colombiano, el guión de una película. ¿Prueba endeble?, ¿argumento peregrino? Quizá... para quienes pesen mal la inercia de las convenciones, a veces sabias, que distribuyen los espacios en la prensa en función de los géneros. "...pero soy un reportero y Dios sólo existe para los que escriben editoriales", dice en célebre frase el narrador de El americano impasible, de Graham Greene.

Sí, la heterodoxia de García Márquez consiste básicamente en saltarse las fronteras interiores de la prensa con una agilidad de contrabandista, y su talento, como ha observado Vargas Llosa, en su capacidad para convertir cualquier cosa en anécdota, narración. Cualquier cosa: un suelto editorial, una crítica de cine, un artículo que por principio es de opinión. Ello no quiere decir que abdique de esa opinión. Por el contrario la deja perfectamente clara.

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Un ejemplo mayor sería El coronel no tiene quien le escriba, libro descriptivo y objetivo donde los haya, en el que no aparece ni un tiro ni otra gota de sangre que no sea la de los gallos de pelea, y que al tiempo es el más extraordinario testimonio y acusación de lo que en Colombia se dio en llamar La Violencia; una guerra civil sin declarar.

No deja de ser divertido que uno de los artículos de la última época de García Márquez haya sugerido a un director una película. De toda evidencia, Lisandro Duque es un director sin prejuicios, que ha buscado una historia donde la había, con independencia de su empaque. Y no deja de ser divertido porque -y la imagen es del novelista- la relación de García Márquez con el cine ha sido la de un matrimonio mal avenido, en el que las dos partes no pueden vivir ni juntas ni tampoco separadas.

Durante mucho tiempo García Márquez equivocó los presagios y creyó que su futuro estaba en el cine. Practicó la crítica, con aciertos ocasionales y yerros deslumbrantes, también comprensibles en una situación de pionero, y abandonó una suerte de corresponsalía en Europa para estudiar en Roma cómo se hacen las películas. Escribió la obra maestra El coronel no tiene quien le escriba y hay quien dice que esta novela es como un guión.

En efecto, es un libro que se ve. Luego, en México, quiso durante varios años entrar en el escurridizo mundo del cine y se estrelló con varios guiones: El gallo de oro, sobre un cuento de Rulfo, Tiempo de morir, Presagio y Patsy mi amor. Algo se terminó por romper en este hombre tenaz porque un día decidió encerrarse en su casa de México y escribió en 18 meses Cien años de soledad.

En cierta ocasión el novelista dijo que la había escrito para "demostrar la superioridad de la literatura sobre el cine". Una frase, cierto, pero una frase cierta. Como ocurre con otros momentos mayores de la literatura, es difícil concebir que exista talento de cineasta capaz de traducirlo al cine con aceptable dignidad.

La destreza de García Márquez para deambular con voz propia por los géneros de la prensa escrita, no sin respeto por las más esenciales reglas que justifican el periodismo, no se hubiera podido producir de no haber topado con circunstancias propicias al contrabando y con aduaneros tolerantes. Que no relajados: sus directores en El Espectador de Bogotá -Eduardo Zalamea, Ulises, Guillermo Cano, José Salgar- han terminado con el tiempo por convertirse en paradigmas del periodismo colombiano, entre otras cosas por su coraje al arriesgarse y permitir que un joven reportero exhibiera los corrompidos rotos de una dictadura en lo que conocemos como El relato de un náufrago.

En cualquier caso el mérito mayor es del periodista, que no sólo inspira películas con sus artículos sino que éstos, con su éxito continuado en diferentes tiempos y países, constituyen por sí mismos la demostración empírica de que la historia de la comunicación no es la de la geometría.

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