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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Apocalipsis por error

EL INCENDIO de un submarino nuclear soviético en aguas del Atlántico norte, a unos 1.500 kilómetros de Nueva York, se presenta como la última y más espectacular demostración de los peligros de la energia nuclear y sobre todo de la frágil base en que se apoya la estrategia para evitar el fin del género humano. Ciertamente, la política de la disuasión nuclear ha evitado durante años una conflagración mundial de colosales consecuencias. Pero, con todo, y como acaba de expresar Pierre Schori, secretario de Estado de Asuntos Exteriores de Suecia, "la disuasión nuclear depende de que la técnica funcione siempre perfectamente". Y la técnica no funciona siempre perfectamente. Puede, por el contrario, afirmarse que si algo ha quedado claro en los últimos tiempos es que, la aplicación de tecnología en el uso nuclear y en la sofisticada aventura del espacio, relacionados ambos con fines militares, dista mucho de ser totalmente segura. La explosión del Challenger, primero, y de la central de Chemobil, después, han arrojado el rotundo testimonio de muertes y, en el segundo caso además, un aterrador ensayo de las secuelas sobre la ecología y la salud de las gentes de gravedad todavía incalculables. Junto a ello se han hecho frecuentes las averías en centrales nucleares y demasiado repetidos los descubrimientos de fallos de seguridad en misiles y toda clase de armamentos.El incendio del submarino soviético, que ha provocado ahora al menos tres muertos y un número indeterminado de heridos, lleva a un nivel todavía más alto el grado de alarma. Una sola ojiva nuclear de las muchas que componen los misiles actuales posee una capacidad de destrucción equivalente a tres o cuatro veces la que supuso la catástrofe de Chernobil. Y no se trata de un cálculo para un acontecimiento que no sucederá jamás o cuenta con pocas probabilidades de producirse. Apenas hace dos semanas, el subsecretario adjunto de Defensa de Estados Unidos, Frank Gaffney, declaró en una conferencia de prensa celebrada en Washington que el 75% de los misiles -incluidos los Polaris- instalados en los submarinos tras los años sesenta sufría un defecto "que hubiera podido resultar catastrófico". La revelación de esta cuenta la hizo para oponerse a la moratoria y justificar la necesidad de pruebas nucleares que verificaran el nuevo armamento. Una lógica, como se ve, coherente con la arriesgada estrategia de la disuasión nuclear e inscrita en la inevitable ocasión de un fallo material o humano.

Atendiendo precisamente a esta amenaza, ya cumplida en Chernobil, más de 50 Estados de los 80 participantes en la conferencia de la Agencia Internacional para la Energía Atómica (IAEA) firmaron el pasado 26 de septiembre en Viena dos convenios de cooperación internacional para los casos de accidente atómico. Los dos convenios, que establecen la rápida notificación de accidentes nucleares, tanto civiles como militares, así como medidas de ayuda en caso de emergencia, fueron suscritos por Estados Unidos y la Unión Soviética. Y no habían transcurrido sino siete días desde la firma para que se recurriera a sus cláusulas. El Gobierno soviético ha informado cumplidamente a la Casa Blanca del accidente, aunque sin precisar su magnitud y adelantando la previsión de que no se produciría explosión ni contaminación de las aguas. A falta de confirmar el que efectivamente sea así, lo cierto es que el submarino podría ser uno de los más perfeccionados de la URSS, acaso de la clase Typhoon, capaz de transportar 20 misiles SAM 20, lo que induciría a pensar de nuevo tanto en la falibilidad de lo considerado perfecto como en la pavorosa carga del riesgo que entraña. Con todo, se trate de un Typhoort o no, lo más notable de este accidente es que muestra experimentalmente la grave inseguridad del mundo.

Aun habiéndose cumplido el reciente acuerdo de Viena, que sin duda abrió una etapa de cooperación en materia de seguridad, no existe garantía alguna de que la proporción de una catástrofe pueda ser decisivamente aminorada. Y esto en el caso en el que el aviso entre potencias tenga oportunidad de realizarse. Precisamente la avanzada tecnología de muchas armas conlleva la rapidez de su acción, y con ello lacreciente dificultad para interpretar correctamente las señales y disponer del tiempo para adoptar medidas. Prueba de este temor, compartido por los responsables de las grandes potencias, es el fragmentario acuerdo que se produjo hace unos días en Estocolmo sobre intercambio de información y notificacián de maniobras militares. Pero ocioso es decir que no es suficiente y que el camino hacia el desarme ha de cubrirse con el apremio de un peligro cada vez más palpable.

Por otro lado, el nuevo y espectacular descubrimiento de la fabricación de armas atómicas por Israel, en condiciones de preparar una bomba de neutrones en instalaciones hasta ahora secretas, hace patente que los acuerdos han de implicar a todo el planeta. Como revelé el accidente de Chernobil y muestra de nuevo ahora el caso del submarino soviético, la posibilidad de una catástrofe atómica puede producirse en cualquier parte, fuera de cualquier control y más allá de zonas virtualmente involucradas en un particular conflicto. He aquí, por tanto, los rasgos propios del terrorismo. Un nuevo y colosal terrorismo internacional contra el que las grandes potencias deberían enfrentarse al menos tan enérgicamente como parecen hacerlo con el de la otra clase. Una primera oportunidad es probablemente la anunciada precumbre del próximo fin de semana en Islandia entre Reagan y Gorbachov, ahora teftida con este accidente, que debería estimular las negociaciones para el desarme y conducir a eliminar definitivamente la creciente amenaza de un accidental fin del mundo.

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