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La arquitectura de las ruinas

La restauración del teatro romano de Sagunto, que ha estado abandonado durante siglos, pone sobre la mesa el tema de las restauraciones de obras antiguas, cuando lo que se pretende es asumir los problemas cierto que los materiales legados por la antigüedad plantean a la cultura presente. El proyecto de restauración de este colosal edificio imperial, construido a comienzos de nuestra era, reviste, desde esta perspectiva, según el autor del artículo, un extraordinario interés renovador, polémico e histórico, y arquitectónicamente renovador.

La propuesta de restauración del teatro romano de Sagunto, que la Consejería de Cultura de la Generalitat de Valencia ha dado a conocer recientemente, constituye una de las aportaciones más interesantes en el debate actual sobre la problemática de la tutela y conservación monumental en España.Este colosal edificio imperial, construido a comienzos de nuestra era y que constituye uno de los grandes teatros romanos de Occidente, ha llegado hasta nosotros en estado de aparente ruina. Abandonado durante siglos, sólo en los últimos 50 años fue objeto de una atención conservadora que, inicialmente, buscó la consolidación de las partes que amenazaban con desplomarse. Pero pronto la intervención consolidadora no pudo escapar a la intención reconstructora, a medida que los lugares en los que aquélla se producía eran más visibles y el volumen de la obra nueva a realizar, en función de las exigencias de consolidación, era mayor. A esta situación se añadía también, subrepticiamente, la necesidad, lógica, de disponer de un pequeño, pero creciente, espacio en el que almacenar y exponer materiales arqueológicos hallados en las excavaciones del propio lugar y en el resto de la rica ciudad de Sagunto.

Todavía había que considerar las operaciones, pretendidamente discretas, llevadas a cabo para poder utilizar aquella ruina como escenario para representaciones al aire libre, especialmente de obras dramáticas antiguas, es decir, para utilizar la ruina como verdadero teatro.

Toda esta situación, de la que el teatro de Sagunto no es más que un ejemplo conspicuo, pero de la cual podríamos citar docenas de casos semejantes en nuestro país, cambia radicalmente cuando se ha puesto sobre la mesa una restauración de más amplias miras y de deliberada asunción de los problemas ciertos que los materiales legados por la antigüedad plantean a la cultura presente.

Sin duda, la doctrina dominante en el campo de la restauración desde hace más de 50 años es la del pintoresquismo de las ruinas, tal como la tradición del ruskinianismo inglés la elaboró en el último tercio del siglo XIX. La convicción de que el pasado interesa como tal pasado y que en el valor de vetustez que las viejas piedras presentan está su máximo atractivo estético domina en la mayor parte de las intervenciones que, auspiciadas por organismos públicos de toda índole, se dan entre nosotros. A lo que se consideraron excesos de los restauradores decimonónicos se opuso una doble fuerza. Por una parte, una comprensible defensa, por parte de los arqueólogos, de la condición documental de los restos y una exigencia de cautela en su manipulación. Por otra, la fuerza de los consumidores masivos de monumentos, ruinas y parajes pintorescos, para los cuales no se trataba de implementar un conocimiento racional, histórico y lógico del pasado, puesto que bastaba con la producción de sentimientos de extrañeza, maravilla y sorpresa ante lo antiguo sin necesidad ni deseo de otro tipo de aproximaciones.

Fruto de esta situación y del compromiso entre las fuerzas mencionadas son las que Giorgio Grassi -uno de los autores del proyecto que comentamos- llama "ruinas artificiales", es decir, la ficción de unos paisajes marcados por el paso de los siglos, aunque sea al precio de mantener esta apariencia con las más costosas y descontroladas intervenciones.

Por todas estas razones, el proyecto que han presentado los arquitectos Giorgio Grassi y Manuel Portaceli, profesores, respectivamente, de las escuelas de Arquitectura de Milán y Valencia, reviste un extraordinario interés renovador, polémico e histórico y, arquitectónicamente, enriquecedor.

En pocas palabras, y aun a riesgo de falsear lo que sólo la realidad tridimensional de un edificio podría mostrar, su propuesta consiste en completar, con una sobria arquitectura de cepa romana, pero de ejecución actual los elementos fundamentales para la definición de la fábrica del teatro y de sus espacios fundamentales. Con esta operación no sólo se llega a una consolidación duradera y no vergonzante del edificio, sino que también se consigue la clara definición del espacio arquitectónico del teatro, con el fin de que éste pueda ser utilizado para representaciones y sirva, complementariamente, de lugar en el que se albergue el museo anticuario.

Se equivoca quien entienda que se trata de arquitectura-ficción y quien piense que este proyecto es una broma posmoderna del tipo de las de hacer arquitectura a la romana, reconstruyendo un edificio de la antigüedad como si se tratase de algo así como de la lamentable parafernalia de una Puerta de Alcalá frente a una piscina olímpica.

Las doctrinas más sensibles sobre restauración en nuestro siglo, tal como en algunos aspectos se recogieron en la carta de Atenas de la restauración de 1931, proponían como criterio fundamental el establecimiento de diferencias suficientes en la técnica constructiva para mostrar el contraste entre viejas y nuevas fábricas. Pero no es menos cierto que cualquier restauración supone una actitud distinta de la del romántico culto a las ruinas. Detrás de toda restauración hay un conocimiento racional del objeto, tal como fue en el pasado, de su tipología y de los rasgos lingüísticos que lo caracterizaron como hijo de un tiempo y una cultura. En el caso de los monumentos y de su restauración hay además, por encima de todo, el conocimiento de que sólo en el espacio, en el espacio real, perceptible bajo la luz del sol, con la escala que nuestro cuerpo puede dimensionar, está la verdadera experiencia estética de la arquitectura.

También la ciencia histórica que es la arqueología sabe hoy que no puede escudarse con el marchamo de su vocación científica, tomando este termino segun la concepción que el positivismo decimonónico tuvo de toda ciencia. Por el contrario, la condición documental de la elaboración arqueológica no es ajena a su comprensión racional y a su exhibición como texto capaz de ser leído y disfrutado por alguien más que por los expertos.

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