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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

El arte del buen llorar

En el principio fue el llanto. El cine tejió los toscos pañales de sus hoy sofisticados códigos de expresión como lo que era en su infancia: un artilugio de circo que, mientras nacía este ahora moribundo siglo, se nutrió con los alimentos espirituales de sus clientelas originarias, los merodeadores de barracas de feria, de tabernas de candil y de humedades lacrimógenas de arrabal. Y la afición humana a la piedad -la infraestética del miserabilismo- de sus clientelas fundacionales decidió su destino.Los huracanados dramones de aquella época crítica, a caballo de dos siglos, prendieron de manera natural en el cine. Había, para que esto sucediese, una razón mecánica de demanda generadora de oferta, pero había también un mecanismo interior en esa ecuación comercial que condujo a una desembocadura más sutil que la de los libros de cuentas: la eternamente frustrada pasión de la literatura narrativa por alcanzar -no analógica, sino materialmente- les leyes de la armonía, hacerse música. No otro es el sentido primordial de la palabra melodrama. El cine, desde sus balbuceos, dio cauce natural a la pasión melodramática de los bajos géneros narrativos e hizo con su bajeza un modelo mayor de la imaginación.

El color púrpura

Dirección: Steven Spielberg. Guión: Menno Meyjes, basado en la novela de Alice Walker. Música: Quincy Jones. Fotografía: Allen Daviau. Producción: John Peters y Peter Guber para Steven Spielberg, Kathleen Kennedy, Frank Marshall y Quincy Jones. Norteamericana, 1985. Intérpretes: Whoopi Goldberg, Danny Glover, Margaret Avery, Oprah Winfrey, Willard Pugh, Desreta Jackson, Adolph Caesar. Estreno en Madrid: cine Avenida.

El recién nacido artilugio del cine ofreció a la literatura popular lo que las artes de elite le negaron siempre: la posibilidad de representar musicalmente, mediante un juego de signos combinados no sobre un papel o sobre un lienzo, sino sobre un tiempo, las desdichas humanas y extraer por tanto, armonía del padecimiento. Y así fue como, en su principio, el cine fue llanto. Steven Spielberg, en su El color púrpura, desvela que todavía sigue siéndolo.

Los dramones lacrimógenos, los ínfimos géneros literarios miserabilistas, respuestas balsámicas y envilecidas de la imaginación a la ofensa de la miseria, fueron ennoblecidos por el cine. El color púrpura se instala con auténtico coraje en la médula del cine melodramático más puro, el que crearon alquimistas como David Wark Griffith, capaz de convertir los estercoleros literarios del folletín finisecular en el oro puro de Las dos huerfanitas o Lirios del valle. De esta manera, El color púrpura retrocede al tiempo auroral y alquímico del cine y discurre serena y poderosamente por los meandros del arte del buen llorar.

El flujo del sentimiento

El filme fluye con lujosa transparencia, pues está admirablemente realizado. Se atiene milimétricamente -no sólo en sus propósitos de fondo, sino también en su factura externa- a los cánones del melodrama filmado fundacional. Usa con regodeo escaladas desde las escenas de valle hacia los instantes de cumbre, y éstos gravitan únicamente sobre nítidos estímulos sensoriales. Asume sin pudor el arsenal de recursos que convierten el principio dramático de identificación en principio ético de solidaridad sentimental. Busca las raíces donde duerme el mecanismo del llanto, y lo despierta con armas nobles, tocadas de elegancia.El filme exhibe un gran dominio de la elipsis, del juego, de las transiciones temporales. Su primera hora es magistral, antológica. En ese tiempo discurre por la pantalla de Spielberg una materia argumental que atestaría la duración de una docena de películas, pero que él resume en una sola, llena de ligereza, sin sobrecarga alguna, en forma de traslación de una brisa. Una rara intensidad invade esta parte inicial y media del filme. Su perfección se deriva de la exquisita medida de Spielberg en la composición de cada una de las escenas, tan bien hechas que parecen cerradas sobre sí mismas, como si se tratara de unidades narrativas sin engarce con otras. Y, sin embargo, tal engarce se produce a través de mecanismos perceptibles sólo después de ocurridos y cuando el espectador está ya sumergido en la escena siguiente.

Un mínimo detalle iconográfico: un perro, el vuelo de un insecto, la sombra de una muchacha sobre la pared de su dormitorio, permiten a Spielberg mover con pasmosa ligereza la sobrecarga argumental y hacer de ella agua mansa, ese tipo de cadencia, de desplazamiento temporal de los sucesos que es el cauce por donde el cine hace transitar los grandes flujos de la sentimentalidad, el pentagrama del buen llorar.

El filme pierde repentinamente su vigor en un momento crucial para él: el contacto epistolar de las dos hermanas separadas desde su infancia; un grosero paralelismo didáctico -intrusión de unas absurdas imágenes de África- rompe aquí el tempo del melodrama y el espectador pierde los papeles, con un descanso de su tensión atencional que para nada necesita. Luego, al fin al, el melo puro vuelve a su cauce y la obra se cierra, como se cierran sobre sí mismas sus mejores secuencias.

En medio queda un filme al mismo tiempo crispado y sedante, comprimido y distendido, de discurso matemático y cadencioso, que tiene música, pero que es música en sí mismo, expresada en imágenes muy bellas y a través de un juego de actores en estado de gracia, como los que interpretan a Celie, a su marido, a la cantante Shug Avery y, sobre todo, a Sofía, la estremecedora rebelde domesticada.

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