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¡Dejad toda esperanza!

El debate sobre la conveniencia o no de negociar con la organización terrorista ETA fue alimentado durante las pasadas vacaciones con noticias contradictorias sobre los eventuales contactos mantenidos por representantes del Gobierno español con intermediarios de la mencionada organización. En este artículo, Alfonso Sastre, escritor radicado desde hace muchos años en Euskadi, plantea la perspectiva de una postura contraria a la negociación como un paso que cegará la esperanza de discutir políticamente las causas y las consecuencias del conflicto, y usa un célebre Verso de Dante para explicar simbólicamente lo que le parece esa postura.

Son aquellas terribles palabras que Dante Alighieri puso en las puertas de su Infierno, pero también lo son, y muy recientes, de Felipe González durante una entrevista que con cedió en la víspera de su reciente discurso de investidura. Con ellas parece quedar definitivamente ce gada la vía de una posible negociación para la paz en Euskadi; es decir, para que esta guerra continúe por medios políticos, por glosar la conocida frase de Clausewitz. Así pues, ¿nous sommes en enfer, como aquellos personajes del drama de Sartre, ya para siempre? ¿Para siempre el tableteo de las ametralladoras, el ronco y cruento lenguaje de las armas? Porque ésta es una guerra que se reproduce a sí misma, por muchas y dolorosas que sean las bajas por ambos lados, y en fin, se trata de una situación que no se puede despachar tópicamente con expresiones minimizadoras o meras caricaturas criminalizantes: asesinos, banda, lacra, matar por matar u otras encuadrables en el triunfalismo: pronta erradicación de la susodicha lacra... Éste es el discurso consabido de la derecha española, y no tendría que ser reproducido por la sedicente izquierda, la cual, en lo que aún contenga de izquierda, tiene que mirar el comportamiento de los pueblos y explorar sin prejuicios -por ejemplo los prejuicios propios del integrismo español- los sentimientos -por ejemplo los sentimientos patrióticos- de esos pueblos.

Me encuentro entre las personas que sienten verdadero horror ante la sangre; lo tengo atestiguado en mi sensibilidad de escritor de tragedias y en lo que ellas tienen de investigación de los últimos responsables del dolor humano. La sangre es horrible, la injusticia es atroz, la opresión es un crimen, el hambre de los niños es un dolor infinito, y, en fin, no se puede describir en pocas palabras, ni tampoco en muchas, ese circuito doliente de la existencia social e histórica cuyos segmentos más determinantes son invisibles: no se dejan ver pues sus agentes son personas de apariencia pacífica y respetable.

Yo, por mi parte, si me permitís que me refiera a mi propia persona desde la cual a fin de cuentas, pienso, estoy viviendo esta guerra de Euskadi, tan cruenta como todas, con la esperanza de que un día, mejor mañana que pasado mañana, termine: no puedo ni quiero abandonar esta esperanza. Tampoco estoy por establecer una contabilidad (Adamov habló en algún momento de contabilidades infernales, y aquí podría aplicarse muy bien esta noción en tomo a la cuantía y a la calidad de los muertos y de los heridos y de los mutilados y de las familias quebrantadas en el curso de esta guerra: son números muy grandes en ambas columnas, y el recuerdo rezuma dolor por todas partes, como (también) en todas las guerras. Nunca he sabido matemáticas, y menos quiero saberlas ahora. Éste es un problema cualitativo que ha de vivirse en el plano de la sensibilidad y no en el de la aritmética.

Problema intelectual

Es también, y nada menos, un problema filosófico: un problema gordo -digámoslo así- de carácter intelectual, y más de una vez se ha citado y habrá que volver a citar la obrita de Kant sobre La paz perpetua, que es casi casi como un manifiesto contra la paz concebida como un efecto de acciones -claro está que violentas- pacificadoras. Hablando de pacificaciones, pongamos aquí uno de los posibles recuerdos históricos recientes: Argelia. Se trataba, ¡claro está!, de una provincia francesa administrada en el cuadro de una impecable democracia, y así fue hasta las vísperas de su independencia. Sufría la "lacra del terrorismo" y se vivía una y otra vez "el último cuarto de hora de la pacificación". Un comentarista político vasco acaba de recordar que el general De Gaulle anunció la imposibilidad de toda negociación con el FLN de modo muy solemne -como él sabía hacerlo- y que ello ocurrió poco antes de los acuerdos de Evian.

Aquí no se puede aplicar Eteralmente aquel ejemplo, pues ciertamente Euskadi no es Argelia, y además las condiciones de alto el fuego en Euskadi, si yo he entendido bien lo que suele llamarse la "alternativa de la Koordinadora Abertzale Sozialista", no prefiguran la independencia ni el socialismo, sino las condiciones democráticas para el desarrollo legal de esa alternativa.

Vivimos en áreas de gran exaltación y es preciso no ser un exaltado -ni español ni vasco- para mirar esta cuestión con cierto equilibrio, lo cual es necesario porque, además de los caracteres que ya hemos atribuido a este problema, se trata de una cuestión política que no es posible resolver desde los tópicos tradicionales de la derecha española más reaccionaria. He aquí una tarea verdaderamente histórica para un político que diera la gran talla, no solo política, sino intelectual, precisa para ello: negociar la paz en Euskadi. Si por ventura ocurre que un día alguien es capaz de emprender esta tarea desde los altos despachos de Madrid se hará merecedor de un reconocimiento de gran alcance histórico por parte de los más y los mejores, y, desde luego de las peores abominaciones y retóricas sentencias del integrismo español. De ahí el gran valor que será necesario para caminar por ese camino; pero esas abominaciones previsibles no son ni comparables con el infierno que ahora se nos anuncia como irremediable: ¡Dejar toda esperanza! No, no, de ningún modo: abriguemos esa y otras muchas esperanzas.

A estas alturas uno se sabe de memoria casi todos los discursos políticos posibles, y la verdad es que esta sentencia infernal de Felipe González -aquel muchacho dizque progresista hace unos pocos años, que ya parecen un siglo- pertenece a un discurso político español que suena demasiado mal, demasiado antiguo, demasiado vacuo, demasiado ilusorio y arrogante, y huele a puchero de enfermo, cuando tan otro tendría que ser, pues vivimos en tiempos muy difíciles que piden a voces inteligencia, imaginación y coraje. También el oficio literario necesita de estas capacidades, y desde este oficio, sin más, y desde mi modesta persona, sin más, está escrito este artículo que seguramente no surtirá otros efectos que el descargo moral de mi propia conciencia.

es escritor.

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