"Aida", el paso que hay de la ópera al circo
El tenor veronés Giovanni Zenatello, repatriado en Italia tras una afortunada carrera en América, probó un día por curiosidad la acústica del colosal festival de la Arena de Verona (Italia). Cantó Celeste Aida, y sus palabras resonaron por todo el anfiteatro como antes lo habían hecho las espadas de los gladiadores. Celebrándose aquel 1913 el centenario del nacimiento de Verdi, decidió ofrecer una Aida tan espectacular como el propio local. El espectáculo hubiera suscitado las envidias de Cecil B. de Mille.
Casi 75 años después continúa Aida representándose en el festival de la Arena con aquella misma escenografía. Hasta hace poco se presentaban nuevas escenografías de la obra, pero a resultas de la seguridad de tener siempre lleno el inmenso auditorio de 25.000 personas se decidió ahorrar y repetir siempre la producción inicial con leves variantes. El objetivo de la Aida veronesa ha sido siempre la máxima espectacularidad, hacer lo que ningún otro teatro puede hacer. Cientos de extras, carrozas, caballos, desfilan en una marcha triunfal sin equiparación posible.La ópera convertida en superespectáculo tiene también en contrapartida sus males, y en Verona se han producido casi todos este año. Si desde hace tiempo el público que asiste es el más irrespetuoso con la música del que acude a cualquiera de las otras óperas de la temporada y no duda en aplaudir, no ya antes de terminar una frase musical sino incluso vocal, este año la representación que presenciamos se enriqueció con nuevos inventos. Poca importancia tendría que la alarma de un comercio vecino se disparase ocasionalmente, sí la tiene que sonase permanente mente durante toda la noche sin que se tomasen las medidas oportunas.
Con todo, lo más sorprendente es el nuevo procedimiento de bisar un aria que el tenor Bonisolli ha introducido en Verona. Ya no se trata de la fea costumbre de volver a cantar un aria, sólo disculpable ante una auténtica ocasión excepcional, sino de repetir un agudo apoyándolo en las frases anteriores y posteriores y eliminando el resto de la romanza. Sabido es que Bonisolli cuenta con el punto fuerte de sus notas extremas, pero resulta inconcebible que el público le pida repetir el si bemol final del Celeste Aida. Una cosa es un gran espectáculo con la seriedad de la ópera y otra convertir ésta en un circo, y mucho de esto se da en la presente Aida, no sólo por el lado de un tenor cuya tendencia al exhibicionismo invade la escena a modo de añadir sus notas donde no las hay, sino también por la lucha desgarradora de una soprano inexperta e inadecuada frente a un papel, que la rebasa continuamente. Natalia Troitskaya fue incapaz de terminar un solo agudo de sus dos arias, aunque lo intentase de forma lastimosa. Pero además, nunca hubo una Aida más desgraciada en sus enfrentamientos con la hija del faraón que cuando la Troitskaya cantaba a dúo con Fiorenza Cossotto. Era como una alumna poco aventajada intentando dar réplica a su. catedrática, artista sobresaliente donde las haya
Viejo y decadente
El veterano barítono americano Corneil McNeil encarnó un Amonasro vocalmente viejo y decadente. Quien fuera un cantante-actor de indudable calidad, muchas veces Rigoletto inolvidable, no puede abordar ya personajes temperamentales. El timbre se vuelve casi tenoril y la voz cede ante el esfuerzo. Otro muy distinto es el caso de la Kossotto, de la que aquí se habla con razón como de un milagro inexplicable. Tras larguísimos años de carrera continúa en una forma admirable. Segura en lo vocal y en lo escénico y con su personal ambición y ganas de sobresalir logró sobradamente comerse a todos su compañeros en dúos, tríos y, concertantes, y arrancar muy justificadamente la gran ovación tras su escena del juicio a Radamés.El vestuario, con el fallo evidente de uniformar a las huestes prisioneras con inmaculadas túnicas blancas recién salidas de la tintorería y a Amonasro con llamativos ropajes que pocas dudas sobre su real persona podrían ocasionar a los enemigos egipcios, y la dirección de escena colaboraron en hacer de Aida un superespectáculo, lo que también apoyó desde el foso el maestro Daniel Oren. Después de todo, y aunque al margen de la Kossotto hubiera mucha falsedad, 25.000 personas disfrutaron con un espectáculo casi circense.
Andrea Chenier fue la ópera escogida para inaugurar la temporada de la Arena de Verona. Entonces la interpretaron Montserrat Caballé, José Carreras y Renato Bruson en sus principales papeles, cosechando críticas unánimemente descalificadoras.
El día que asistimos, y durante el resto de agosto, el reparto se halla compuesto por e asi perfectos desconocidos en España. Como Andrea Chenier, el italiano Giuliano Ciannella evidenció que para conseguir cantar habitual mente en el Metropolitan se ha escuchado y aprendido de memoria todos los discos de Franco Corelli. Lástima que lo que principalmente le ha dejado poso han sido los defectos, porque, a pesar de contar con un timbre atrayente, no domina el legato y nunca termina las frases. Alessandro Cassis, aunque muy aplaudido, se vino abajo al final de su tirante Nemico della patria, mientras que una vez más el éxito de la velada comó a cargo de una mujer, la soprano Giovanna Casolla, que posee una importante materia prima de admirable volumen y color que con un poco más de desarrollo técnico podrá dar que hablar. El nivel discreto no consiguió elevarlo tampoco la pretenciosa escenografía, en la que no faltaron multitud de fuentes, pero que no resolvió la variación de ambientes de cada acto.
El cuarteto de las óperas que se presentan este año durante julio y agosto se cierra con una Fanciulla del West, que si escenográficamente no aporta nada menos lo hace Sofía Larson y VIadimir Popov, totalmente inadecuados a la obra de Puccini, que además precisa un refinamiento orquestal qué en Verona es imposible conseguir.
No es ésta una edición para el recuerdo, pero corno dicen los veroneses, tras conocer el programa de la próxima temporada -Aida, Traviata, Butterfly y El lago de los cisnes-, la siguiente puede ser peor.
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