El síndrome de Estocolmo
Conocí a Fritz Kröner en Colonia, en la casa de René König, donde se quedó unos días. Les unía una vieja amistad: ambos tuvieron que huir de la Alemania nazi, y, desde su exilio se reafirmaron en su profesión científica de sociólogos al servicio de la democracia. König está ya reconocido como uno de los padres fundadores de la nueva sociología científica que se desarrolla en el planeta occidental a partir de la paz alcanzada por la victoria de los aliados. Kröner, nacionalizado en Suecia, llegó a ser uno de los estrategas diseñadores del modelo de sociedad que fue mítica conquista y legitimación del socialismo en aquel país.Su libro capital, Sociología del empleado, publicado en los años cincuenta, fue un éxito de venta en los medios profesionales de la época; se repitió su edición en Estocolmo y apareció en seguida en alemán y en inglés. Su tesis fundamental era una reinterpretación socialdemócrata de las tesis de Weber y Shumpeter sobre la burocracia en la sociedad industrial contemporánea. La omnipresente expansión de cuadros, ejecutivos, funcionarios y toda suerte de empleos de cuello blanco en las organizaciones burocráticas, públicas y privadas, producía una emergente clase de organizados asalariados de mayor o menor estado y cualificación técnica, configurando el nuevo colectivo estratégico de la sociedad industrial avanzada. Que cancelaba el viejo período revolucionario de la lucha de clases al integrar progresivamente en su expansiva masa social los efectivos cruciales de una clase obrera que ahora disfrutaba de pleno empleo y ascendente consumo de masas, al tiempo que alcanzaba su plena ciudadanía democrática en el Estado del bienestar.
Aquella providencial fórmula estatal había sido elaborada ideológicamente a partir del Labor Party de los años cincuenta y de la confortable experiencia del socialismo escandinavo, que venía gobernando en Suecia desde 1932 sin solución de continuidad. Tan modélico paradigma necesariamente tuvo un impacto clave sobre el congreso alemán del SPD en Bad Godesber. Willi Brandt había aprendido bien la obligada lección de su exilio noruego. La partición alemana, la alcaldía en Berlín, el milagro económico de la Bundes Republik bajo vigilancia de Estados Unidos, el incipiente boom del Mercado Común, las conexiones SPD/Partido Demócrata norteamericano, la tensión internacional entre los dos bloques fueron otras tantas circunstancias en favor de la modernización ideológica del socialismo alemán. Configurándose desde entonces como plausible alternativa de gobierno.
Recuerdo la reunión en casa de René, hacia 1964: uno estaba allí de joven iniciado, apenas autorizado por mi tesis doctoral del año anterior. El libro de Kröner lo había leído hacia 1959-1960. En pleno entusiasmo por una sociología radical, heredera de Marx y de toda la gran tradición teórica, me resultó un ingenioso híbrido de hipótesis científicas e ideologemas partidistas. En la casa del viejo maestro cometí la imprudencia de apostar frente a Kröner por las combativas; esperanzas del emergente socialismo en España, heredero de un glorioso pasado. Nunca olvidaré el desprecio que el ilustre colega nórdico manifestó por la, experiencia socialista en mi país. Que para él no era ni podía ser sino una suerte de anacronismo católico y fascista en el subdesarrollado sur de Europa, incapaz de elevarse a la rigurosa ilustración colectiva de las democracias nórdicas.
König, con mayor saber y entendimiento humano, desvió la iniciada discusión hacia temas de conversación menos explosivos. Desde entonces desconfío de la autoritaria democracia del socialismo escandinavo, heredero, a su progresivo estilo, de una luterana tradición de absolutismo que se remonta al rey Gusta
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vo Adolfo. El irresuelto asesinato de Olof Palme, tras su tercera. reelección, me hace recordar estas viejas historias. Sintomáticamente, a la vez que se habla de una presunta conexión chilena, ha vuelto a estallar el escándalo del proyecto Metropolit. A lo largo de 20 años, la sistemática y, multidisciplinaría investigación científica sobre la existencia social y privatísima de 16.000 ciudadanos nacidos en Estocolmo los ha convertido en cobayas computarizados del bienestar colectivo y la neutralidad exterior de su avanzada nación. Alguna vez habrá que empezar a poner en cuestión ese espejismo de la socialdemocracia europea, años sesenta, que fue el modelo sueco. Quién sabe si el magnicidio de Estocolmo no acabará descifrándose como el espejo roto de ese presunto arquetipo universal. Personalmente, lo juzgo sustancialmente inexportable para naciones de mucho mayor volumen y densidad de población y con tradiciones y supuestos civilizatorios notablemente otros.
A estas alturas, la fórmula "de cada tres personas activas, un funcionario público", ¿puede valer como paradigma occidental de democracia industrial avanzada? ¿No habría que encontrar en el acumulado agobio y aburrimiento existencial de una sociedad civil tan estatalmente encorsetada, la última causa del secreto delirio criminal que acabó con Palme? ¿No habría que atribuir a esa misma fórmula política algún influjo sobre el elevado índice de suicidas que produce ese mismo país nórdico? ¿No tendrá todo ello que ver con la cronificada limitación de entendimiento de su ilustre Academia antela obra poética de Borges?
¿Qué pensaría de todo ello G. Orwell si hubiese seguido en vida? ¿Qué obsesivo argumento llegaría a filmar 1. Bergman? La naranja mecánica, aquella decisiva novela de A. Burgues convertida por Kubrick en película magistral, avizoraba un posible futuro de ese mismo modelo político. Para tranquilidad de todos, nuestro país está todavía lejos del síndrome de Estocolmo. Hoy por hoy, acaso esté en camino de ser la posible California de los imposibles Estados Unidos de Europa. De cara al verano, de cara al mar, ello se nos vuelve a hacer patente.
Sobre la transformación de valores que impulsa nuestra joven democracia, el mágico entierro de J. L. Borges en Ginebra y el blanco luto de María Kodama pesan ya más que la oficiosa memoria del líder sueco asesinado. Concedamos a cada cual su merecido respeto. Mimetizando o coproduciendo los tópicos y argumentos de cada tiempo, toda vieja nación inventa y reinventa su colectiva identidad secular, su inmediata figura de actualidad histórica. En ese incesante calvario y trabajo de todos, cada cual cumple su particular suerte. Sin Homero -el poeta ciego-, nunca hubiese existido la Hélade, nunca hubiese nacido Pericles.
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