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Conversación en Vich

Fue el 9 de jullio e 1938. Hacía menos de dos semanas de que Manuel Azaña había pronunciado, en el aniversario del estallido de la guerra civil, un discurso que ha quedado como vino de los mejores de su vida, y probablemente el más brillante y emotivo de los que se oyeron durante la guerra. Se trata de aquel en que Azaña recuerda a los españoles que "todos somos hijos del mismo sol y tributarios del mismo arroyo", y que nunca se ha sabido con precisión cuál iba a ser el resultado de una guerra civil a partir del momento de su iniciación. Sobre todo, el discurso ha sido recordado por su mensaje final: Azaña memoró a quienes habían caído en la batalla luchando por un ideal grandioso y que, "en aquel momento, libres ya del odio y del rencor", podían enviar el "mensaje de la patria eterna que dice a todos sus hijos: paz, piedad y perdón". Estos tres términos, tan impensables en un país en plena guerra fratricida, han dado su título a la intervención del presidente de la República en aquel segundo aniversario del estallido de la guerra civil.El discurso no era puramente una invocación sentimental a la convivencia ni el mensaje de un hombre angustiado cuya capacidad de acción estaba limitada por el desempeño de una magistratura cuyos poderes efectivos eran escasos y estaban disminuidos, además, por influencia de la guerra. Era, también, un discurso de evidente contenido político, que diseñaba un tipo de acción a seguir inmediatamente y que, en función de ella, trataba de crear un determinado estado de ánimo.

Así se entiende lo que sucedió el 28 de julio en Vich. Un funcionario de la Embajada británica, Leeche, recibió del consejero de Justicia de la Generalitat, Bosch Gimpera, el mensaje de que el presidente de la República quería entrevistarse con él. Para disimular el contenido de la entrevista, ésta debería ser aparentemente casual y llevarse a cabo en Vich, en el museo de esta localidad.

Azaña entró en cuestión inmediatamente. Recalcó enseguida que era un "burgués y profundamente anticomunista" y que, en su opinión, el único Gobierno admisible en España era una República liberal, en la que todos pudieran votar; sin embargo, si en algún momento en el futuro los españoles se decidían por una monarquía, él sería el primero en respetarla y en trabajar lealmente en el interior del régimen; se había convertido en republicano no por convicción, sino por el hecho de que la Monarquía se había alejado de la voluntad popular.

Pero quería, sobre todo, dar su visión del momento bélico vivido por España. En aquel instante, aseguró, todos los españoles estaban cansados de la guerra, con excepción de los comunistas en un bando y los militares en otro. Sin embargo, la guerra podría prolongarse, hasta convertirse en una desgracia nacional: si Franco triunfa establecería una dictadura militar, que, sin duda, mantendría el orden, pero estaría sentado en la cima de un volcán que no tardaría en erupcionar y haría imposible la paz durante años. La paz, añadió, era imprescindible y su discurso de días pasados estaba dirigido a preparar a la opinión pública en el sentido de lograr una mediación. Hasta el momento había vivido prácticamente retirado, esperando una ocasión para poder intervenir; ahora ya había llegado.

Azaña planteó, entonces, al diplomático británico la forma de llegar a esa mediación. Había que lograr la retirada de los voluntarios extranjeros en los dos bandos; pero, sobre todo, había que aprovechar la negociación sobre el particular paa provocar una "suspensión de armas", que fuera seguida por una desmovilización, una amnistía general y el intercambio de los prisioneros. Él estaba dispuesto a poner toda la carne en el asador a este respecto: podía hacer un discurso radiofónico desde Madrid para convencer a los posibles opositores y estaba dispuesto a prescindir del Gobierno y cambiarlo si se negaba a apoyar el plan. No temía a los comunistas, que, en realidad, habían alcanzado una importancia desmesurada sólo porque Rusia era la única potencia que apoyaba a la República;

Pasa a la página 10

Conversación en Vich

Viene de la página 9pero ahora su poder estaba disminuyendo.

La dificultad principal que veía Azaña para el cumplimiento de sus planes consistía en la forma de convencer a Franco. Éste, sin embargo, era "una marioneta" en manos de Italia, y si los países democráticos ejercían presión económica sobre Mussolini, Franco acabaría por aceptar una suspensión de hostilidades. Según Azaña, si ésta duraba tan sólo dos meses, él estaba seguro de que los españoles no volverían a tomar las armas en la mano. Las potencias democráticas debían, al mismo tiempo, dejar bien claro que no aceptarían en España ni un régimen comunista ni uno fascista. Preguntado por el diplomático británico si aceptaría un plebiscito, incluso bajo supervisión extranjera, como en el Sarre, la respuesta de Azaña fue positiva: muchos de los "halcones" de su bando se oponían porque afirmaban que esto reduciría a España a un nivel ínfimo, pero el presidente pensaba que ella misma se había rebajado a un nivel más bajo todavía por su "locura criminal".

A los 10 años del estallido de la guerra, para Azaña "Paz, piedad y perdón" se hacían posibles tan sólo por la mediación y la paz sin vencedores ni vencidos. En su diario de Pedralbes, en 1938, la conversación de Vich aparece tan sólo mencionada, pero no descrita, hasta tal punto temía un indiscreción sobre su contenido; sin embargo, en los archivos británicos se encuentra la narración de la misma hecha por Leeche. Es expresiva de un estado de ánimo y confirmación de que Azaña militaba en una porción de la política española que creía en la necesidad de liquidar el conflicto mucho más que de vencer en él. Evocar a uno de los hombres con vocación mediadora parece una buena forma de aludir al cincuentenario del estallido de la guerra civil.

A Azaña en este caso le falló el ánimo y le fueron poco propicias las circunstancias. Demostró entonces ser incapaz de enfrentarse a Negrín. Como recoge en su diario, tan sólo unas semanas después de haber pedido "paz, piedad y perdón", se encontró con que debía admitir unas sentencias de muerte de las que discrepaba. Unos días después de su iniciativa ante los británicos tuvo lugar la ofensiva del Ebro, que alumbró por unas semanas las esperanzas de la República, para luego hundirlar definitivamente. Pero, sobre todo, estaba marginado ya por completo de los poderes efectivos de dirección de la guerra. Quien mandaba era Negrín y, con él, la inviabdidad de una gestión mediadora.

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