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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

'Oñazinos' y 'gamboinos'

EL SERIO descalabro electoral al que debió hacer frente el 22 de junio por la noche el Partido Nacionalista Vasco (PNV) ha liberado viejos demonios familiares. El enfrentamiento en la formación política que fundara hace más de 90 años Sabino Arana alcanza una virulencia tal que hace dificil confiar en alguna solución distinta a la ruptura del partido. No es necesario acudir al catastrofismo para advertir que este rompimiento desencadenaría consecuencias inquietantes en Euskadi y en el resto de España.La convocatoria a la vuelta del. verano de unas elecciones autonómicas anticipadas, una parte del grupo nacionalista en el Parlamento de Vitoria retira su apoyo al Gobierno de José Antonio Ardanza, situaría a la comunidad autónoma al borde de la ingobernabilidad. Para empezar, serían siete -y no cinco, como hasta ahora- las fuerzas políticas representadas en la nueva Cámara. A los partidos existentes habría que añadir el separado del PNV y el Centro Democrático y Social (CDS), de Adolfo Suárez, que no consiguó en Euskadi un diputado en las legislativas, pero obtendría varios en el Parlamento de Vitoria con sólo mantener sus resultados del 22 de junio. Si es improbable cualquier tipo de acuerdo entre las cinco opciones ya existentes, la incorporación de dos nuevas no ayudará a facilitar el diálogo. Dos de los partidos en liza disputarían además el voto que hasta ahora apoyaba al PNV. La existencia de dos formaciones abocadas a nutrirse del mismo electorado tampoco iba a contribuir a la racionalización del debate.

En unas elecciones anticipadas no es descabellado prever que un partido nacionalista separado del PNV y encabezado por Garaikoetxea podría conseguir respaldo para arrebatar al tronco originario la mayoría, y en tales condiciones, el PSOE quedaría como primera fuerza política de la comunidad autónoma vasca, responsable inicial de la formación de un nuevo Gobierno. El nacionalismo, en sus diversas corrientes, tendría que dedicarse a la búsqueda de pactos o apoyos si quiere seguir siendo políticamente hegemónico. Cualquier fórmula diferente, en especial los acuerdos entre un partido socialista mayoritario y formaciones como Coalición Popular o el CDS, desembocaría en una especie de frente españolista en el Gobierno y un frente nacional vasco en la oposición, desde los bancos del Parlamento o desde la presión callejera. El fantasma de las dos comunidades, la autóctona y la inmigrada, que todas las fuerzas políticas vascas sin excepción han combatido en los últimos 10 años, tomaría cuerpo aunque sólo fuera como sombra chinesca.

El PNY está pagando sus propios errores. Hace casi nueve años que no celebra un congreso, y una parte sustancial de los contenidos que fueron aprobados en la asamblea de Pamplona de 1977 -por ejemplo, la Ramada ponencia socioeconómica- quedó arrinconada a la hora de preparar los programas electorales por imperativos tácticos. Su sistema de representación asamblearia tiene aspectos admirables, pero sólo puede funcionar con un esfuerzo serio de educación de las decenas de miles de afiliados y con un debate ideológico riguroso y permanente. En ausencia de estas condiciones, el asamblearismo se convierte en caldo de cultivo para la resolución de las diferencias mediante la confrontación de personalidades y acaba por desembocar en puro, caudillismo. Ése parece, precisamente, el punto en el que se encuentra ahora el PNV, con dos líderes que recuerdan a los capitanes banderizos, oñazinos y gamboinos, de los que tan poblada está la historia vasca.

La situación del PNV no habría alcanzado los tintes dramáticos que hoy presenta si una de las partes en conflicto no hubiera podido apoyarse en un sentimiento de frustración que afecta a los nacionalistas moderados cuando contemplan el balance del compromiso que aceptaron mediante el Estatuto de Gernika. Frustración que tiene tanto que ver con lo desmesurado de sus metas finales como con la cicatería o la hostilidad con que han sido recibidas muchas veces sus reivindicaciones por la Administración del Estado. Ahí está para confirmarlo el recurso del Gobierno socialista, desechado por el Tribunal Constitucional, contra lo esencial de la ley de normalización del euskera, aprobada por unanimidad en el Parlamento vasco, y la aparente fruición con que algunos vicarios del Ministerio del Interior han boicoteado los intentos de las instituciones autonómicas para dar carta de naturaleza a la lengua vasca en la vida administrativa. Los socialistas están obligados a reconocer que el mal disimulado entusiasmo con que acogieron el desalojo de Garaikoetxea del palacio de Ajuria Enea no ha conducido a ninguna parte. Aquella maniobra, que desbordó los límites del enfrentamiento en el campo nacionalista y se convirtió, gracias a la complacencia del PSOE, en una operación política de pretendidos amplios vuelos, puede ir a desaguar en una situación mucho más compleja.

Tanto la gravedad de la crisis en el PNV como los resultados de las elecciones y la dinámica irrupción de Herri Batasuna ponen de relieve que Euskadi espera soluciones políticas de alcance. Es necesaria una apuesta diferente a la estrecha táctica del primer Gobierno socialista respecto a Euskadi, reducida a la persecución policial de los terroristas, la colaboración francesa para desalojar de sus refugios a los dirigentes de ETA -con la siniestra sombra de los Grupos Antiterroristas de Liberación (GAL) al fondo- y una alta capacidad para desoír las demandas que las fuerzas nacionalistas, en toda su gama, expresan casi seis años después de la entrada en vigor del Estatuto de Gernika.

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