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Tribuna:LA LUCHA CONTRA UN TIRANO / 2
Tribuna
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Chile, entre el miedo y la impotencia

Ariel Dorfman

El 63% de las familias chilenas gana menos de 81 dólares al mes. Un tercio de los habitantes vive con hambre, hacinados para compartir su escasa alimentación, mandando a los pequeños a la cama apenas anochezca para que no pidan comida. La delincuencia ha crecido en forma alarmante. Los mozos de los cafés y restaurantes me cuentan que la gente se roba la sal, la mostaza, las propinas, las servilletas de papel. En La Pintana, una de las municipalidades más pobres, los pobladores se robaron una escuela entera, con ladrillos, instalaciones sanitarias, madera para el piso, todo.Santiago es como una extendida corte de milagros -un mar Sargasso de mendigos, músicos cesantes tocando Bach, mutilados auténticos y falsos, mujeres que ofrecen su cuerpo por un plato de comida, ex carpinteros y ex obreros textiles y ex profesores de filosoria vendiendo baratijas fabricadas en Hong-Kong-, todos intentando huir de la policía, que les incauta su mercadería y se los lleva a la cárcel. Y mientras la policía intenta limpiar estas lacras de las calles de la ciudad, los expertos del Gobierno se dedican a la limpieza de las estadísticas, anunciando jubilosamente que el desempleo ha descendido a un 12%.

Tal como el régimen antes secuestró a miles de ciudadanos y los hizo desaparecer, ahora realiza la instantánea desaparición de la pobreza. La reducción del desempleo es ilusoria: se logra restándole a las cifras oficiales un 8% que malvive con el plan de empleo mínimo (25 dólares al mes) y el 15% al 18% que trabaja en el sector informal de la economía. De acuerdo al Gobierno, por ejemplo, los innumerables hombres que ganan un par de dólares al día colocando inútiles monedas en parquímetros, estarían plenamente ocupados.

El que se atreva a protestar en contra de esta desastrosa situación recibe una retribución implacable. Al doctor Ricardo Vaccarezza, que denunció la devastación del sistema de salud -el hecho de que los pacientes deben traer su propio algodón y ropa de cama a los hospitales, que las salas de maternidad están infectadas, los baños flotando con excremento-le premiaron su franqueza cancelándole el contrato. Pero Vaccarezza, y otros disidentes célebres, deberían sentirse afortunados: tienen el lúgubre consuelo de que son las autoridades públicas quienes los persiguen.

En Chile, según decenas de comisiones internacionales investigadoras, se tortura sistemáticamente. Últimamente, los servicios de seguridad parecen haberse especializado en las mujeres. Son incontables los casos de secuestro, violación, pechos marcados a cuchillo. A veces, es verdad, son menos violentos. Dos hombres le propinaron una paliza en su hogar a la periodista Elizabeth Subercaseaux. ¿Su crimen? Haber escrito que el general Pinochet, lejos de haber planeado el golpe contra Allende, se había sumado a los conspiradores a último minuto, lo que desmentía la flamante versión del dictador en sus memorias.

Puesto que es el Gobierno mismo el que lleva a cabo estos vejámenes, vivir en Chile es vivir en un estado perpetuo de miedo. Nadie se siente seguro, por bien conectado que esté. A todos nos ronda el caso de José Manuel Parada. Aunque era miembro del partido comunista, se le suponía intocable, puesto que trabajaba en la Vicaría de la Solidaridad, el organismo encargado de los derechos humanos de la Iglesia católica de Chile.

Hasta le comentóa un amigo suyo, como de paso, el día 26 de marzo de 1985, que tenía la impresión de que el grupo paramilitar que él es taba investigando en ese mismo instante estaba a punto de cometer un asesinato. No tuvo como adivinar que estaba pronosticando su propio destino. Cuatro días más tarde le secuestraron a él junto a dos de sus camaradas. Veinticuatro horas más tarde aparecieron, degollados, en una zanja. El escándalo permitió a uno de los pocos jueces independientes que quedan en Chile, José Cánovas, acusar del crimen a los servicios de inteligencia de Carabineros, la policía militarizada. El general César Mendoza, un miembro de la Junta original de 1973, se vio obli gado a renunciar, con 13 oficiales más. Cánovas tardó 10 meses en entregar 3.000 páginas de evidencia de inculpación. Un grupo de jueces de la Corte Suprema tardó menos de 24 horas en liberar a los acusados. A los dos meses, los mismos jueces le han negado a Cánovas su promoción judicial. Los hombres encargados de velar por nuestra seguridad nos están informando, sin mayor sutileza, que nuestros gobernantes, como James Bond, tienen licencia para matar.

Las primeras protestas

Fue el 11 de mayo de 1983, precisamente a las ocho de la noche, que el general Augusto Pinochet perdió el control del país que había dominado durante casi una década. Aquella noche, el pueblo chileno descubrió una manera para avisarle a su dictador que era hora de que comenzara a hacer sus maletas. Rodolfo Seguel, el presidente del sindicato del cobre, el más importante de Chile, había llamado a la gente a protestar. Golpearon ca cerolas, hicieron sonar pitos, per mitieron por una vez que los niños chicos se desbordaran gritando, construyeron fogatas con hojas que rápidamente se transformaron en barricadas, y en la medida de que los sonidos se entremezclaban en el aire con otros sonidos y ecos, los impotentes habitantes de Chile descubrieron, con asombro, que constituían la inmensa mayoría.

"Fue maravilloso", una amiga me contó tiempo después. "Siempre habíamos sospechado de nuestros vecinos. Yo golpeé tímidamente una cuchara contra otra. Al lado me contestaron. Después otro departamento se nos unió. Salimos al corredor y comenza mos todos a abrazarnos. ¿Así que usted también está en contra? ¿Ustedes también? El edificio en tero salió a la calle. De repente nos dimos cuenta de que todo el mun do estaba contra Pinochet".

Esa noche nació un grito de guerra: "¡Y va a caer! ¡Y va a caer!".

Surgidas espontáneamente, desde lo más hondo del sentimien to popular, aquellas palabras po seían en sus orígenes una insolen cia vehemente y salvaje. Los chilenos ya habían derrocado, mentalmente al rnenos, al tirano. Y a me dida que las protestas crecían durante 1983, daba la impresión de que Pinochet no llegaría a celebrar su décimo aniversario. Pero el ge neral inició una seudoapertura, desmovilizó a la oposición y, cuan do las cosas volvieron a calentarse, impuso un drástico estado de sitio a finales de 1984, que se vio forzado a levantar a mediados de 1985 debido a presiones externas e internas. En el intertanto, ha se guido resonando el mismo grito de "¡Y va a caer!". Pero ahora, tres años más tarde, con el mismo tirano todavía agarrado, con precaria tozudez, al mismo poder bajo las mismas montañas, aquella frase comienza a tomar un significado, más desolador. Como la lluvia o la nieve, el hombre ha de caer, casi como un fenómeno atmosférico.

La vaga, neblinosa impersonalidad de aquella frase simboliza una cierta actitud vacilante de parte de la oposición. Los disidentes, aunque muestran un coraje magnífico, han rehusado hasta ahora un enfrentamiento decisivo, tal vez con la no tan secreta esperanza de que las Fuerzas Armadas entren en razón y depongan al déspota.

Dividir al Ejército

Pero para que se divida el Ejército chileno, la oposición necesita canalizar activamente la inmensa reserva de descontento social que hierve en la gran masa silenciosa del país. Los militares saben que, hasta que la mayoría de los chilenos que protestó desde la relativa seguridad de sus hogares en 1983 no se comprometa decididamente contra el general, el régimen puede sobrevivir. Es para alcanzar a esos millones de seres pasivos, temerosos y desorganizados que los miles de disidentes escenifican sus propias protestas, una colosal superproducción donde se invita a los espectadores excluidos a tomar un rol protagónico. Esta elite, constituida por "la abrumadora minoría", en las palabras del poeta Nicanor Parra, se moviliza dentro de un vasto circuito cerrado, encontrándose en marchas y funerales y visitas a prisioneros políticos y observaciones de cometas. El problema es que sí las protestas se repiten, esporádicas e inconexas, sin haber conseguido otra cosa que una nueva autoafirmacíón de la superioridad ética de los participantes, la euforia puede velozmente convertirse en desazón. Cuando el gas lacrimógeno se disuelve, lo que queda es un ardor en los ojos y una náusea en el estómago, y la sensación de que hemos retornado al mismo punto del cual partimos. Pinochet no parece haberse movido un centímetro de su palacio y los mirones siguen ahí, en la esquina, esperando ver quién ganará.

En los últimos meses, sin embargo, hay señales de algunos cambios significativos. Casi todas las organizaciones civiles del país se encuentran en manos de la oposición. Abogados y periodistas, médicos y comerciantes, ni qué hablar de los estudiantes y los profesores, han barrido con los defensores del régimen. Si se agregan los movimientos de pobladores, los sindicatos, las asociaciones femeninas, culturales e indígenas, los camioneros y taxistas, se tiene un contingente inmenso que quizá esté listo para ir más allá de una lucha de tipo simbólico con el Gobierno. Centenares de delegados de estos movimientos hasta ahora atomizados se juntaron hace un par de meses en lo que llamaron la Asamblea de la Civilidad, representando según sus convocantes cuatro millones de chilenos. Supe rando la fragmentación ideológica en que se debaten los partidos políticos de la oposición, la Asamblea se puso de acuerdo en la Demanda de Chile que, además de exigencias por sectores, requería el inmediato retorno a la democracia. Como el general Pinochet no se dignó siquiera responder a esa Demanda, la Asamblea está llevando a cabo un prolongado plan de desobediencia civil que va a culminar, o así se espera, en la paralización definitiva y final del país.

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